El río, nuestro río siempre fue igual, ni las dragas, ni las corrientes, ni los vientos han podido nunca con el insufrible hedor en los días de levante, en los que, como una apestosa niebla, todos sufrimos ese tufillo, que, como la muerte, no deja a nadie a salvo.

Ese aroma corrompido forma parte de nuestras vidas y gracias a él, por suerte para nosotros, terminará enmascarando el tufo que emana de las cloacas que quedarán enterradas tras la remodelación. Esa remodelación que sirvió a unos para movilizar a una población enfurecida en contra de los aparcamientos subterráneos, la misma población que, empujada en las urnas, elevó a unos al sillón y a otros a la oposición, y que una vez dentro consintieron lo que prometieron que jamás consentirían, porque los contratos, cuando se prometió lo imprometible, resulta que por sorpresa no se pueden romper. Posteriormente la misma obra sirvió para mover a las masas en contra de la gestión de las obras, unas obras que entre otras muchas cosas llevaron al cambio de sillón, y que permitieron la movilización de las masas en contra de la falta de previsión, el aspecto y la fealdad de una entrada principal de la que emanaba el constante tufo del rédito político.

Lo rocambolesco es sin embargo que los mismos que la querían, pero no la empezaron, ahora la sepultan y los que sin querer quererla la dieron forma, piden su finalización. Y es que al final, la mierda es mierda y siempre huele, a no ser que se entierre bajo tierra o se tire de la cadena. Lo malo es que cuando no hay mierda, cuando no hay malos olores, y eso en tiempos de precampaña es algo malo, muy malo, se pierda una buena baza. Al final la historia continuara, porque es preferible tenernos a los portuenses enfrentados, molestos y hartos, ya que desde que la democracia es democracia es más importante prometer arreglar que arreglar, porque si se arreglan las cosas, entonces qué nos van a prometer. Menos mal que nos queda el río, nuestro río y sus olores, los mismos que cuando pasen los años terminarán por sepultar los malos olores, hasta que el levante seque las riberas, dejando al descubierto lo fétido y podrido que nos rodea.

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