Bajé por el puente de la Renfe, aún no había amanecido, pero una pequeña línea de fuego ya se intuía por el horizonte, la paz era absoluta, y ni las gaviotas que buscaban comida en los esteros habían comenzado su desayuno.

El día comenzaba de portuense salinidad. Poco a poco la luz se fue adueñando del camino, y como mi mente, todo empezó a tener color, no pude por menos que acordarme del fin de estado de alarma, jurídicamente un caos, medicamente un sin sentido, humanamente, una nueva esperanza.

El final del estado de alarma suponía un lavado de manos a lo Pilatos, pero visto lo visto, es mejor la autogobernanza que lo ocurrido hasta ahora. Para los médicos, que solo tienen en el horizonte salvar vidas, podría ser un sin sentido, un riesgo de UCIS colapsadas, de falta de material y de incertidumbre ante las nuevas cepas. Y para El Puerto, para El Puerto la esperanza de recuperar la normalidad, de disfrutar del sol y las playas, de los paseos, de las terrazas…

Como es normal, cada cual tendrá su opinión y cada camino será diferente, los miedos distintos, las responsabilidades vestidas con cientos de formas. Pero la vida, la vida solo es una y corren tiempos en los que la esperanza es lo único que no podemos perder. Esperanza de que todo salga bien, que quienes gobiernan encuentren el equilibrio entre mantener la economía sin que la salud se vea desprotegida: esperanza en que logren erradicar el miedo infundido por quienes como pollo sin cabeza correteaban por los sentimientos de todos; esperanza en la profesionalidad de los sanitarios, ahora dotados de trágica y costosa experiencia, pero que servirá para luchar mejor contra lo que tenemos y lo que queda por venir; esperanza en que nuestra esperanza no se disloque, no cierre los ojos saltando al vacío; esperanza en que la sensatez se imponga para vivir la libertad sin poner en riesgo la salud de nadie, sin correr riesgos innecesarios en busca de una falsa felicidad. Disfrutemos de la nueva esperanza con madurez y responsabilidad.

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