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Puente de Ureña

El ínsulo y sus cosas

Hay pueblos cercados por la mar y otros amurallados, que son ínsulas, con costumbres parecidas y tirteaforadas, que no dejan pasar la luz, ni la vida, y por supuesto el trabajo brillante o el sosiego para subvivir

En verano, lo he referido más veces, releo y disfruto con el Quijote. La ínsula barataria, que es el sueño de Sancho, al que examinan y lo hacen juzgar casos y malandrineos y no lo dejan comer. Estalla Sancho contra el médico Agüero, natural de Tirteafuera, con un adagio de los suyos: "Tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas".

Y, no sé por qué, a lo mejor porque hay pueblos cercados por la mar y otros amurallados, que son ínsulas, con costumbres parecidas y tirteaforadas, que no dejan pasar la luz, ni la vida, y por supuesto el trabajo brillante o el sosiego para subvivir. Encomendeme al cielo y rogué, oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor de la música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones, oh Señor nuestro.

Había encontrado un manuscrito de don César Malagamba y Campuzano, perteneciente a la biblioteca de Luis Berenguer, que me recordaba otras líneas parecidas. Y no daba con ellas en el paraninfo seco de la memoria. En cursivo el texto: Las costumbres de la ínsula eran andaluzas, es decir de un absurdo casi completo. Porque estimé que aquel pueblo no tenía el menor sentido social. Si alguien creaba una asociación de algo era para mejorarse económicamente y no dejaba prosperar ni al vecino ni a nadie. No había solidaridad. Ansiaban alcanzar la fuerza de la política y, como no lo permitieran los capitostes, los medio pelos y los aspirantes a secretarios, ni tenían fuerza ni ganas de intentar nada. Sólo ansiaban pertenecer a alguna cofradía para salir en procesión con los gobernadores y los obispos. Cuando el departamento marítimo agrupó las fuerzas armadas en el ínsulo, se apuntaron a trabajar como civiles y a denominar las catorce pagas, las catorce cosechas… por medio día de trabajo. Abandonaron las huertas, los cultivos, la ganadería y se convirtieron en clase media con posibles. Cuando la adversidad se llevó casi todas las promisoras fuerzas militares, cerraron comercios y se perdió población, comenzaron a tirar de las pensiones, los ahorrillos y a emigrar a Chiclana… Ahí fue dónde concomité y se hizo la luz. ¡El árbol de la ciencia! Baroja. La luz de la memoria encienda el alma. España es el eco de sus pueblos…

Cito: Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa. Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales, y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada. El pueblo aceptó la ruina con resignación. Cómo la pérdida de la marina…

Cuento esta parábola, en un día de calor, cuando la astenia, me hace sentir baratario, tibio, desmazalado y confuso, amén Jesús.

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