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Leo un reportaje sobre swingers -intercambiadores de pareja- que alude a su posible regulación contractual mediante un texto bilateral de efectos recíprocos y sinalagmáticos que especifique las cuestiones ordinarias de todo clausulado. Dice el artículo de El Mundo que este contrato de intercambio de parejas puede recoger aspectos tales como el plazo, la duración, el objeto, la persona o personas beneficiarias o el tipo de intimidad: tocamientos, besos, caricias, masturbaciones o cópulas.
Entiendo que habrá mucha gente que no vote a Vox ni glose a Chesterton a la que estas prácticas no le agraden en absoluto, que las considerarán excusas absolutorias para el examen de acceso directo al master de Sodomía. No aceptarán ese contrato por causa del amor, por fe, por celos, por posesividad, por un sentido tradicional de la familia, o por todas o algunas de estas razones. Ni que otra mujer cohabite con su esposo, ni que el vecino del tercero materialice sus más oscuras fantasías con su parienta.
Hace tiempo ya que se superó la doctrina eclesiasticista que veía el matrimonio como un contrato sui generis y que justificaría, de entenderse así, la indemnización por daños y perjuicios e incluso el lucro cesante por incumplimiento del mismo: infidelidades, abandonos, ausencias costarían el dinero al cónyuge infractor. Se abriría así toda una nueva veda de reclamaciones contractuales del Código Civil. Pero el matrimonio no es un contrato, igual que tampoco lo sería, llegado el caso, el acuerdo por escrito que redacte un matrimonio para fijar sus coitos extramaritales. ¿O quizás sí?
Recuerdo una película de Spike Lee que tocaba tangencialmente la cuestión: el marido no podía tener su pistola guardada y le proponía a su joven y bailarina mujer un intercambio. Ella accedía a regañadientes, pero cuando él vio que aquella parecía disfrutar con las embestidas del intercambiado, un instinto celotípico surgió de su interior latino y acabó arruinando su relación.
También supe hace tiempo de un par de matrimonios que, sin saberlo, se ponían los cuernos en cruz. El esposo de uno se liaba clandestinamente con la esposa del otro y viceversa. Imagino que cuando se destapó el pastel continuarían saliendo a la calle en parejitas para ver procesionar al Perdón.
Quiero decir con este hilo de ideas y curiosidades que el morbo y el deseo erótico siempre estuvieron presentes entre nosotros, fuéramos capellanes o vistiéramos mantillas. Por eso, leer ahora un texto que ayuda a redactar un contrato de intercambio de parejas -igual que aquel otro contrato sexual que diera tanto que hablar con las dichosas 50 sombras de Grey, hace una década- me genera una indecisión dicotómica. Lo ético y lo legal no van siempre necesariamente de la mano (véase, por ejemplo, la esclavitud en el Derecho Romano) y hay que respetar el derecho individual a hacer lo que le dé la gana a cada cual, siempre que no dañe a un tercero o al interés público.
Va ser verdad eso de que al final somos todos unos viciosillos y lo de que para lo que nos queda en el convento, nos cagamos dentro. Los temas fundamentales de la literatura -que no de la filosofía- fueron siempre dos: Eros y Tánatos. Por eso, sorprende tan poco que la gran mayoría de los escándalos políticos estén salpimentados por sucias hazañas de alcoba. No podemos dejar de recordar que la carne es débil, pero la del ministro del ramo, la del viceconsejero o la del concejal de urbanismo, mucho más aún.
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