Análisis

Manolo Fossati

La cola del pan

Me tomo la espera como un gesto contra el adocenamiento, una pequeña rebeldía individual contra la imbécil creencia generalizada de que tres barras por un euro es una ganga

Cada vez aguanto menos hacer cola por algo voluntariamente. Evidentemente, no hablo de las esperas forzadas en médicos, oficinas de la Administración, bancos y otros lugares que lo han tomado por mala costumbre tras la pandemia. Esa es una de las razones por las que huyo de celebraciones masivas que incluyan una degustación, gratuita o no. Debe de ser que, a ciertas edades, el tiempo vale demasiado y ese capital va disminuyendo cada día de manera considerable. Y desconsiderada con nosotros.

Y, sin embargo, un día me puse en una cola ante una panadería de la calle San Rafael, a la que la fama precedía de antiguo, cuando su nombre era precedido por el más popular apelativo de 'horno'. Y, desde entonces, cuando probé por ejemplo su pan cien por cien integral, o el de maíz y pipas, me hice devoto de esa cola, tampoco tan pesada, como esos cientos de creyentes que esperan para besar pies o manos a su imagen religiosa venerada. Los cielos me perdonen la comparación.

Y lamenté al instante que desde hace tantísimos años, nos hayamos acostumbrado y resignado, y aceptado, a comer esa cosa que nos venden bajo el nombre de pan, que a la vista de lo que nos llevamos a la boca, suena como una blasfemia, como un pecado contra el alimento base de la humanidad desde el principio de los tiempos. Pero además, esa cola me devuelve la fe, la esperanza y la caridad hacia nuestra especie. Porque lo veo como un síntoma: aún no se ha perdido el buen gusto, ni la naturalidad de gastar algo más si se quiere algo mejor.

Me tomo la espera como un gesto contra el adocenamiento, una pequeña rebeldía individual contra la imbécil creencia generalizada de que tres barras por un euro es una ganga. Y contra la injusticia de considerar 'caro' el mismo precio por una sola, pero que aúna en su resultado final horas de fermentación, amasado y horneado que desembocan en una corteza crujiente y en esa miga amarillenta que descubres cuando te dejas caer en la tentación y rompes el 'pico' mucho antes de llegar a casa.

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