Muchos dicen, como para restarle valor, que hay quien no mira más allá de su calle, encerrado en su pequeño mundo. Pero seamos comprensivos: esa calle es lo primero que uno ve en cuanto pone el pie fuera de su casa, que es un mundo más pequeño aún; cuando uno abre la puerta de su refugio está diciendo hola a todo lo demás. Así que sí, es un espacio muy importante que, sumándose unos a otros y enredados, forman la ciudad. Que se lo digan a quienes deciden el IBI que corresponde a cada una.

Mi calle es una calle infinita en el estricto sentido del término: no acaba nunca. A su sufrido asfalto y su medio renovada acera le sigue una corta vía paradójica en la que los baches son más anchos que la calzada, y después un inmenso solar abandonado, desvigilado por una valla derruida, y luego una serie de muros y esteros, y más allá ya el mar de la Bahía con sus caminos de agua siempre abiertos.

Pues una de esas mañanas que sales al mundo te encuentras de pronto con que alguien te lo ha cambiado: el lateral donde aparcabas tranquilamente tu coche (porque esas ventajas tiene vivir en la frontera) desde hacía más de treinta años ha sido pintado de amarillo, suponemos que por la autoridad militar que posee la trasera del Hospital de San Carlos, y que a lo mejor ha caído ahora, después de tanto tiempo, en que necesita ese bordillo para la seguridad nacional.

Y pocos días después, los árboles pegados a esa cerca, que alojaban desde hace décadas a bandadas de tórtolas, gorriones, mirlos y otras aves estacionales que nunca me molestaron con su canto, eran talados por una sierra inclemente y trasladados en un camión bastante herrumbroso, como una especie de operación relámpago que ríete tú de la invasión de Peregil. A las pocas horas, las tórtolas (probablemente espías enemigos) se posaban desorientadas en las farolas cercanas que han dejado en pie, y los gorriones revoloteaban por toda la urbanización, buscando su primavera en las cornisas y azoteas.

Ahora salgo por las mañanas y ya no hay sombra en la acera desacompañada de coches. El sol es un poco más inclemente en este abril disfrazado de julio, y veo que algunos conductores urgidos por la visita al hospital desafían la prohibición de aparcar, o la sortean taponando el pequeño carril infinito un poco más allá. Aún no sé si alguien mandará tanques para desalojarlos.

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