Adopta un libro, leía el otro día en una publicación del escritor Antonio Tocornal. Era una equiparación literaria al anuncio de cualquier protectora de animales llamando a la adopción de un cachorrillo de esos que la gente abandona en verano, dejándolos a treinta kilómetros de su hogar para que no hallen el sendero de vuelta. Sí, adopta un libro (el mío, bromeaba Antonio) o regálalo en estas Navidades, mensaje que también se ve mucho en redes sociales.

Me quedé pensando en esa ficción, la que entrevera el instituto jurídico de la adopción con el libro desamparado, al que nadie quiere. Una novela abandonada como ese cachorrillo lanzado a un vértice de la carretera junto a la tumba perdida de Lorca, que busca, como salido de una obra de Dickens, un hogar cálido, de chisporroteante chimenea que no contabilice kilovatios/hora; en el que suenen los villancicos de un viejo disco de vinilo, cantados por los niños de San Ildefonso, o de cualquier otra granja.

Otros ejemplares, en cambio, sirven de exorno, lo que me parece una obscenidad y una falta de respeto. Ir a una tienda de moda juvenil y que se exhiban libros de Gredos en sus estanterías me parece una idiotez supina, en parte porque el target de esos establecimientos -la chavalería- ni sabe, ni sabrá jamás qué volúmenes expedía aquella editorial, al margen de que asociarán su nombre con una marca de vino.

Otra prueba de la existencia de libros maltratados la encontramos en establecimientos de hostelería y bares de moda. Hace unos años me hice con una edición antigua de Tiburón en una pizzería. Le pregunté a la dependienta si podía llevármelo y me contestó que claro, que qué más daba, con todos los que allí había (y que nadie tocaba). Lo cierto es que a veces dan ganas de ir con un lanzallamas a determinados sitios. Existen también cafeterías que rellenan los huecos de sus paredes con todo tipo de ajados volúmenes, fingiendo que puedan ser tomados en préstamo por sus clientes. Pretenden ser coquetas bibliotecas donde el mismo fulano pueda leer la novela aquella de Matheson de Will Smith, de café en café, a lo largo de los meses. Raro no será que dicho libro acabe secuestrado en el interior de una bolsa de tela, con destino a su nueva casa. Trae cuenta asumir ese riesgo, sobre todo al precio al que algunos venden los cafés con leche.

Otra visión del asunto es la de aquellos que deciden liberar libros. Tenemos varios supuestos, empezando por aquel tipo que esconde ejemplares por las calles de una ciudad, esperando que alguien los encuentre y pueda leérselos. En Sevilla descubrí yo -acompañado de la que después se convertiría en mi esposa- un volumen de Lovecraft escondido detrás de una columna de un palacio nobiliar. Habían escrito en su primera página "léelo y ponlo en libertad", pero reconozco que, azuzado por un ánimo esclavista y en recuerdo de aquel maravilloso día, lo he mantenido aprehendido como un rehén más en la cárcel de mi biblioteca privada, junto al poemario de Margarit que me dedicó un librero que -sorprendentemente- se leía los libros que vendía.

Por último, existe otro tipo de liberadores de libros, entre los que me incluyo. Cuando voy a un local cualquiera -por ejemplo, una sala cultural en Cádiz- a una presentación literaria, y veo a los borrachos apoyando sus cervezas en las tapas de ejemplares de Alfaguara, o libros centenarios arrebolados por la vergüenza, apilados como presos en el matadero. Ahí, justo ahí. Ese es el momento en el que sale el delincuente que llevo dentro y les ofrezco una vida mejor. Perdóneme, páter, porque he pecado.

¿Y usted, adopta o libera libros? ¿Los expurga? ¿O los maltrata?

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