Sin saber cómo salí del camino marcado, me adentré en un angosto sendero, cruzando los restos de un arco que daba acceso a la nada. Las tunas, las retamas y los restos de las piedras luchaban una particular guerra por ver quien terminaba conquistando la fortaleza.

Al igual que atigrado dueño de los glacis, me senté en la zona menos devastada del campo minado, y frente a mí, como si no fuera con ella, la bahía seguía besando los pies del antiguo fuerte. El entorno me absorbió, como siempre, y repasando con la vista las troneras que ya solo escupían maleza, cerré mis ojos para dejar abierta mi imaginación.

Una bóveda cubrió mis sienes, y la sombra fresca y agradable inundó la estancia, de pronto, el recinto se llenó de voces, las pisadas de las desgastadas botas se perdían con el arrastras de cureñas subiendo por la rampa. Un viejo fusil, apoyado en la esquina de la entrada cayó en el ladrillar, retumbando con su sonido metálico en todo el fuerte.

Fuera solo se escuchaban las olas contra la ostionería, y a lo lejos, el retumbar del estampido, poco a poco se fueron perdiendo en la lejanía de mis sueños, y el viento barrió los restos del pasado, la maleza volvió a tomar posiciones, intentado hacerme olvidar los restos de piedra que lloraban amargamente por la desidia y el abandono.

Las orgullosas almenas, que tantas veces dieron cobijo a los morriones, se desmoronaban cayendo a el mar, un mar fiel y cercano que poco a poco recogía los retales abandonados de nuestra historia, para amarlos y protegerlos en el fondo de su ser.

Abrí los ojos, uniéndome al mar, moje las rocas que me cobijaban, lamentando lo desagradecidos que veces somos, lo pronto que olvidamos el pasado, y lo mucho que lamentaremos el día en el que la maleza corone de tunas el último bastión desvencijado. Sali de nuevo al camino, y detuve la mirada antes de seguir caminando.

A lo lejos sonaron los acordes al piano, y confundiéndose con el pífano del pasado, devolvió por un momento el esplendor perdido a la ultima fortaleza. Santa Catalina se quedó sola, y yo, yo solo pude lamentar no quedarme a luchar en sus almenas para vencer la maleza, pero entonces me acordé, pues seguramente alguno que otro diría que limpiar de malezas el fortín sería un atentado contra la naturaleza, contra la retama autóctona, cuyo hábitat debía ser respetado. Con tristeza lamente que quizás, muy a mi pesar, la batalla se había perdido hacia mucho.

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