Hordas de esqueletos y otros monstruos mal cosidos emergen de las catacumbas de Pozos Dulces, esas obras ancestrales. Sin prisas, en silencio roto, procesionan con caótico orden por las calles del centro, entre bodegas abandonadas y palacios en ruinas. Un pasacalles macabro, una cabalgata del terror, en busca de presas pecadoras y culpables. Recuerdan aquellas épocas, siglos atrás, en las que se dedicaban a asustar a burgueses despiadados y crueles armadores. Se disfrazaban de marineros ahogados, jornaleras sin espaldas, ratas gigantes y lisas parlantes, se sacaban los ojos y los aplastaban con los dedos como si fueran uvas. Cuanto más truculenta la escena, mejor el resultado. Ahora sus víctimas favoritas son especuladores, cabroncetes corruptos, consejeros delegados de empresas eléctricas.La ciudad, ya oscura, permanece ajena al desfile amorfo que se esparce como pulpa viscosa por cada rincón. Las personas vivas que están de fiesta y el resto de viandantes no pueden verlo. Los seres espectrales solo se aparecen cuando lo deciden. No se puede ni se debe democratizar el susto; esta es una de sus máximas. Nada que ver con el fantasmeo consumista que impera hoy día, cada día, por todas partes, que aterroriza a cualquier individuo, normalmente de clase trabajadora, con gritos, burlas, palizas, contratos antihumanos, jornadas desalmadas, comisiones atroces. Nuestras hordas, aunque gibosas y contrahechas, creen en la justicia, y no pierden el tiempo en amedrentar a la gente que pierde, a la gente que huye, a la gente que nada tiene. El objetivo es –y de ahí la celebración- ir a por la gente mala. Tornarse tangible, visible, llamar al timbre, esperar a que abran, saludar con voz maltrecha, sacar un machete y abrirse en canal, dejar caer montañas de facturas peludas y sanguinolentas sobre el felpudo, depurar la tráquea con nóminas malsanas… No temas. Deja que el terror mágico se apiade de nuestras vidas, aunque sea el alivio puntual de un día.

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