Gran parte de los desencuentros con los que se topa una persona a diario provienen de la necesidad de tener razón. Discusiones en el ámbito familiar, laboral, político, académico… acaban mal porque no basta con creer que se está en lo cierto, hay una pulsión casi irracional que fuerza la situación hasta que el resto de la humanidad, o al menos el entorno más cercano, lo reconoce.

La otra parte de los encontronazos diría que tienen que ver con creer que se tiene derecho, quiero decir con exigir algo sin contemplaciones por tener la certeza de que lo que se pide está amparado por una ley o autoridad.

El problema es que esa exigencia de derechos adquiridos choca frecuentemente con los derechos de los demás. Es entonces cuando se pierden los papeles, se acaba el diálogo y sale a relucir la lucha de egos que busca una victoria sin escrúpulos, a costa de lo que sea.

La gente de bien, que huye de los conflictos violentos, se ve a veces envuelta sin querer en enfrentamientos. A veces en redes, alguien comenta un post bienintencionado a partir de una interpretación personal y, al defenderla, arrasa con el buen rollo circundante como dicen que Atila arrasaba con la hierba por donde pasaba. O se encuentra sin querer envuelto en una discusión en la cola del ambulatorio o del banco y al final lo paga con el cajero o el médico. O en un altercado de tráfico donde ni siquiera hace falta usar las palabras ya que un solo toque intenso de bocina es capaz de poner a cualquiera en su sitio. Es verdad que, del susto, también se puede provocar un accidente, pero parece que sería un daño colateral menor al lado del portentoso mantra de tener razón. Rupturas de pareja, peleas entre hermanos, amistades de toda la vida que se pierden cuando nadie se baja del burro.

Y, sin embargo, qué poco se avanzaría si nadie cediera, si no se reconociera de vez en cuando que se está equivocado, si no se se rectificara. Errar es humano y reconocerlo también. Vaya hoy mi respeto a todas aquellas personas especiales que se tragan el orgullo, que encuentran su dignidad más allá de la altivez, la soberbia y los malos modos y que, con su actitud, hacen que las situaciones avancen.

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