A veces conviene dejar entrar al silencio. Abrirle la puerta cuando ya se ha cerrado detrás de la fiesta, la familia y los que vinieron de visita. Dejarlo pasar antes de la recomposición de la rutina que impone su trasiego de idas y venidas; de cacharros que se ordenan; tareas por hacer; gente a la que atender. Elegir el arrojo que supone ahora dejar el móvil lejos o apagado; el ordenador en suspensión; la tele y la tablet a oscuras. Y entonces ordenar, no la vajilla, la ropa y los regalos. Ordenar las conversaciones, los abrazos y las ausencias. El ruido de estos días. Dejar entrar también a la nostalgia, pero solo lo justo, que se acomode y se haga un sitio para evitar la tentación de que lo ocupe todo como el polvo que de nuevo hay que volver a quitar. Acomodar también los encuentros, las risas, los miedos y las decepciones. Acoplar los ratos de paz, de afirmación, de agradecimiento e incluso de amor. Lo que las celebraciones trajeron con su alboroto. Evitar que las vivencias se solapen, que no quede solo un borrón de todo ello.

Antes del barullo sentarse a respirar. Sin música. Sin prisa. Sin límites. Contemplar en la pared el reflejo del sol de invierno; las partículas de polvo suspendidas en un haz de luz mientras el silencio se extiende como una alfombra que ampara lo recogido en la cosecha de lo último vivido. Renovarse y amoldarse para salir adelante, para adaptarse al nuevo ser en que nos vamos convirtiendo asumiendo que el tiempo nos traspasa y deja su huella en la piel, las fuerzas y la mirada hasta que somos otros.

Tomar una dosis de silencio como reconstituyente. Ampararnos en él para replegarnos un rato en la intimidad de la soledad escogida y recomponernos. Coger fuerzas antes de ponernos en marcha.

Empaparnos de un silencio tan denso que nos permita aprender de nuevo a hablar.

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