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Puente de Ureña

Perder

Ya no quedan casi compuertas, ya los hormiguillas con sus reatas de asnos no son sino una foto sepia, ya el Zaporito no tiene barcos de la cargá

Algunos días, algunos, poseemos, también algunos, la capacidad del recuerdo. No es que yo quiera decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni peor, pero es que ni siquiera fue igual. La pobre isla que tenía huertas, huertos, jardines, esteros, y un tejido industrial y militar, malvive ahora con la ausencia de haber sido, y el despeñadero de lo que ya no somos.

Las huertas murieron, alguna queda por la Casería sin chumberas porque la plaga de la cochinilla las eliminó, sin que los políticos hiciesen nada, -nos tocó la china- qué le vamos a hacer… Eran estéticas las mazas medievales de los alcauciles en la mata, el cardo borriquero con su penacho púrpura, los bancales de acelgas desmayadas, el eco de la alberca, el… ¿ecosistema sostenible?

Treinta y tantas salinas que hubo. La mar era también el espacio de la retama, la salicornia, la sapina, entre la arena y el fondo, ese tipo de plantas tan espumosas, tan nítidas, tan esenciales. El alma de la Isla era eso. Salinas de San Fernando, entre saleros, muros, sapinas, periquillos, naves, montones, lucios... Cuando venías en tren el olor de la marisma se iba percibiendo antes de llegar al Puerto.

Ya no quedan casi compuertas, ya los hormiguillas con sus reatas de asnos no son sino una foto sepia, ya el Zaporito no tiene barcos de la cargá, ya el capataz o el sotacapatáz no anda vigilando los conijales para que larguen los arronces, ni el cerramontón acabe la pirámide salinera, la montera de sal, que al igual que la de cristales de los patios, reflejaría el duro sol de la salina.

Sí observan no estoy rajando contra nadie. Sólo evocando los paisajes que vivimos de jóvenes y soñando con ellos, rescatándolos del mismo olvido, que es del color de las borrascas muertas, oyendo las cigüeñuelas en la marisma, en aquella salina que en la noche recibe la luz de los crepúsculos salinos, mientras el caño huye hacia su mar.

En Gallineras se daba,- ya no puede ser, la capilla de la Virgen desapareció-, se daba el milagro único y posible de la virgen saliendo por el mar, por lo que María pasaría por Belén, nombre de una salina perdida, también.

En los días azules sin Machado, el cielo, blanco, eleva todo el sudor del mar. Es la sal sucediéndose a sí misma. Hecha de tiempo y mística. Todavía. San Vicente y el Estanquillo pueden ser el museo de aquella artesanía del tiempo. Que en otros lugares de la bahía prosperan.

Hubo escritores de verdad, Cunqueiro y Torrente Ballester, que hicieron levitar los pueblos. Yo, mirando la marisma, hoy con una niebla baja a ras de suelo, afirmo que la Isla, levita, de verdad, entre las sombras acostadas del amanecer. Que Rafa Olvera y Manolo Aragón, rescatando planos de las salinas, dejen al menos la existencia técnica constatada. Porque la isla anciana, vive de espaldas a la mar, esa de la que comió cuando los tiempos eran malos, y las Mareas Escoradas llegaban a los patios de verdad.

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