Neologismos que vienen y van

Es quijotesco resistirse al mestizaje, y no sólo en la lengua profesional y empresarial

Hace unos días, en una sede de la Fundación Cajasol y moderado con ritmo y criterio periodístico por Magda Trillo, asistimos a un coloquio sobre lo que se da en llamar “nómadas digitales”, profesionales autónomos o por cuenta ajena que trabajan donde les da la real gana, y me refiero con “donde” al lugar físico en el que deciden sentarse a prestar sus servicios, vender el producto de su labor, confeccionar sus informes o sus ensayos, pintar cuadros o atender a pacientes de psicología clínica con similar eficacia y eficiencia a la que proveerían in situ, cara a cara o en una oficina rodeada de compañeros. Fue interesante escuchar a empresarios (se opta en este contexto por el término “emprendedores”) que venden sus servicios a una o varias compañías, a una participante que llevaba años en un pueblo extremeño trabajando de forma remota (también para una sola empresa: teletrabajo completo), a dos jóvenes ya maduros que ofrecían servicios de oficina compartida y, asimismo, apartamentos turísticos con dotación de mobiliario ergonómico, conexiones y otros elementos físicos que permitan de verdad trabajar, una representante de la agencia de desarrollo local del ramo en la ciudad. No es raro que en esta columna algunos lectores, sobre todo amigos, se censure el uso de anglicismos.

Aunque mi intención con trufar estos textos con estos barbarismos y modismos más o menos consolidados o fugaces tiene algo de ironía –que, a los hechos me remito, no se entiende, y debo tomar nota–, no conviene intentar buscar alternativas traducidas al español: no te entenderá nadie, y sin duda será una expresión más larga que las que se consiguen mezclando palabras y poniéndoles un ing final allí donde surgió el neologismo, sea tecnológico o sociológico; esto es, en EEUU y sus satélites lingüísticos (que antes, lo son tecnológicos). Por ejemplo, a estos nómadas digitales se les bautiza con knowmads (know: conocimiento; mads: locos; pero también “sabelotodo”). A los psicólogos a distancia –cada uno en su casa, paciente y terapeuta– se los viene llamando counselors, y no consejeros. A los autónomos, freelance. La lista es interminable: luchar por la lengua del Quijote es quijotesco, o sea y según la RAE, idealista. Negarse a que el mundo de los recursos humanos, las finanzas, el marketing y la tecnología gravitan a lo anglo es, como dicen los chavales, un paná.

Pero la realidad es que, a la postre, no hay demasiada chicha –habiendo alguna– detrás y dentro de toda la terminología de ocasión; la disrupción, la resiliencia, la ya irritante empatía de todos los juicios y guisos, la transversalidad, el networking (¿cómo traducir esto sin alargarse mucho?), el pack de telefonía, el coworking. Este último parece ser el espacio natural de un nómada digital, esto es, una persona que no para de viajar trabajando en Bali y otras islas y sitios de ese tipo... sin ninguna obligación. En realidad, un espacio de coworking (trabajo compartido) son módulos de oficinas evolucionados con servicios compartidos, quizá alguna vez clientela común o negocios compartidos. Los despachos de abogados saben mucho de esas economías prorrateadas. Pero, de nuevo, y a pesar de los interesante de aquel coloquio, no queda nada claro que exista una verdadera masa crítica de ese tipo de personas que se pasarían la vida residiendo en puntos distantes del planeta, aquí tres meses, allá seis, allá apenas dos semanas, surfeando y demás. Es lo del rábano y las hojas, la anécdota y la categoría. Al final, quizá haya más de los sacrosantos turismo y tecnología que de otra cosa, mariposa que revolotea por el mundo ganando pastones espectaculares. Haberlos, haylos. ¿Tantos como dicen? ¿Quién quiere pasarse la vida así? (Continuará: ¿No será la fiscalidad?)

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