Esto afirma la poeta venezolana, y buena amiga, Gabriela Rosas, y este pensamiento se resume la perfecta definición de estas fechas. Y hay que rendirse a la evidencia, pues así es. Entiéndase madre como símbolo del hogar, del calor, de la seguridad, del refugio que todos necesitamos para no morir de frío. Y en estos días afloran sentimientos que la rutina entierra, y para muchos, el diario automatismo es un bálsamo, una tabla de salvación para sobrevivir al vacío y a la tristeza. Pues no hay nada más difícil de superar que la ausencia de la madre. Los niños que han crecido asumen la orfandad como si fuera inevitable, y que la Navidad iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. A lo mejor la iluminación extra de las calles, las películas edulcoradas de sobremesa, los anuncios de juguetes y la histeria consumista no son más que un recordatorio de que hay que hacer balance y volver a casa, a las raíces, a los brazos maternales. Y si no se puede, porque no hay casa ni raíces sanas es precioso poder aovillarse al menos en los recuerdos y si alguna vez hubo muñequitos del Belén, o pestiños o tortas de Nochebuena, traerlos de vuelta aunque duelan un poco. Si escuecen es buena señal porque no estamos muertos todavía. Mantener alejado al Scrooge más cruel que se esconde en el asfalto, y encender bombillitas en la memoria con un aroma, algo tan sencillo y tan poderoso como el olor a caldo de puchero, al guiso de pavo o a ajonjolí, para recuperar lo importante, creamos o no en el significado de la Navidad, seamos o no partidarios de celebrar nada. Más allá del sentido religioso. Perdónenme este artículo lacrimógeno, pero es necesario, aunque sea una vez al año, volver a la piel, saber qué y quiénes somos y humanizar cada gesto.

De momento me toca a mí crear hogar, fabricar recuerdos y guisar aromas para mis hijos, pues les quedan muchas navidades por delante, unas mejores que otras. Navidades sin mí, también. Por eso el mayor tesoro es plantarles en el alma, y hacer que germine, la esencia de lo que realmente nos mueve: el afecto. Y aunque los disfraces de pastora y angelito sean made in China, procurar que no se noten los horarios ni la prisa, o mejor, encerrar el estrés en el trastero donde guardaré después el árbol y los adornos. Me he propuesto aprender a amasar las tortas de Nochebuena como lo hizo mi abuela, como lo hacen mis tías y como lo hace mi madre, con la ternura del mundo en los dedos. Porque de eso se trata, de cerrar los ojos y saber que todo está en orden porque somos conscientes del sentido que tiene simplemente respirar, vivir y seguir. Al mundo le falta, desde hace mucho tiempo, una madre verdadera a la que regresar. Quizás podamos devolvérsela o devolvérnosla a nosotros mismo. Sí, Gabriela, la Navidad es mi madre, también.

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