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Laura, Bernardo, el monstruo

Ya lo dije antes: el monstruo sabe que el jurista es idiota Todos los monstruos lo saben

Busco el tema, un diálogo interior a piano titulado Pobre Amélie, como hago, como hacemos, esas ocasiones imprecisas en las que la tristeza externa se introduce a traición por nuestros poros: cuando lo ajeno nos roba la vida como se la hurtaron a Laura, que desapareció un día que salió a correr. A todos nos pareció una mala noticia. Es la costumbre. Una profesora joven y guapa y runner que desaparece en un pueblo ignoto y el mundo entero piensa en el monstruo, un monstruo sin rostro ni nombre que antes era el mal y ahora el machismo, que es algo así como un mal especializado. La vida nos ha hecho pesimistas, bien lo sabe Jeroen Van Veen, porque el pesimismo es sólo una forma más realista que otra de percibir la existencia. Laura salió a volar y el mundo se detuvo intuyendo un tiroteo de barbarie e incomprensión.

Nada de ese horror me es ajeno. No quiero ponerme en el pellejo de la familia de la pobre Laura, en los ojos yermos, en el odio anclado al corazón, un odio que jamás vendrá ya a desprendérsele como un ninfa que abrazara el viejo árbol del conocimiento, sumido en la rabia que deviene en ira. No, hoy no vengo aquí vestido de jurista, no porto la dignidad de la toga, ni tan siquiera me persono en calidad de buen padre de familia. Hoy soy un monstruo, uno peor que el propio ser maligno que habita en el interior de Bernardo, el criminal que no quiso reintegrarse a la sociedad, el gitano que demuestra a los idiotas que la reinserción no es siempre posible ni deseable. Sí, yo soy uno de esos idiotas, o quizá lo fui alguna vez. Un monstruo idiota. Un asesino peor que el propio confeso; alguien que, hoy, de apellidarse Luelmo, actuaría con alevosía y premeditación, mas no con nocturnidad: querría que me viera la cara.

Suena Amélie de fondo, un mar de sensaciones musicales -pobre, pobre Amélie- y pienso en Sean Connery en Causa justa, en Samuel L. Jackson en Tiempo de matar, pienso en cine de venganza, que es un género que reverbera el far west. Leo la declaración policial de Bernardo y lo que provoca en mí hace que despierte la necesidad de encontrar la paz del espíritu, de abrazar la música, de refugiarme en el amor de mi familia. Bernardo es especialista en desperdiciar oportunidades, es un criminal yo-yó, de esos que van y vienen del trullo hasta que el sida o una puñalada o la vejez los finiquitan, librando a la sociedad de esa suma de despropósitos que finalmente siempre es la vida de un asesino.

Sí, el monstruo desea bajar a la arena como un gladiador vengativo, pero el jurista tiene la ayuda de Amélie y sus notas melancólicas y bellas y runners como Laura y reza como si fuera un letánico rosario aquello de la presunción de inocencia, de la fe en la justicia, de la bondad de la reinserción. Ya lo dije antes: el monstruo sabe que el jurista es idiota. Todos los monstruos lo saben. Incluso yo.

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