(Viene del capítulo anterior) Un día de finales de julio, Johnny Gorrilla había apuntado tres matrículas nuevas en su libreta: un Focus lleno de barro, un Corsa con lepra y un milagroso Doscaballos de los 80. Además, a lo largo de la mañana, ayudó a cuarenta y seis veraneantes en la ardua tarea de aparcar en un solar asfaltado. Saludó con un quillaqué a Cindy, la criada del déspota de siete años que bajaba todos los días a la playa bien peinado. Y mitigó su hambre con unos churros fríos que le obsequió una aristócrata que llegó en un limpísimo carruaje cuatro por cuatro. Incluso, tuvo un altercado con el dueño de un Mercedes, en cuyo parachoques trasero brillaba un rasguño en forma de serpiente reptante. El propietario le recriminó su falta de vigilancia. Tiempo después, Johnny recordaría su respuesta: "Disculpe, no soy vigilante, yo solo ayudo a aparcar". El hombre le soltó un guantazo genial, revestido de la autoridad indiscutible de quien está de vacaciones frente a la gente que trabaja sin corbata. Y Johnny, escuchimizado como siempre, no pudo defenderse. La jefa se lo tenía prohibido, explicó a la periodista.

Todo eso pasó y el repartidor de publicidad en bicicleta no aparecía. No tenía a quién darle la información. La libreta empezaba a quemarle en el bolsillo. Esperó y esperó hasta que al final de la tarde, nervioso, hambriento y con ganas de orinar, Johnny decidió volverse a su particular tonel de Diógenes, tres calles más allá.

Hacía unos años, tras perder el trabajo, la casa y la pareja, Johnny Gorrilla construyó su hogar en el trastero de uno de los cientos de chalés vacíos de la zona. Enfrente había una inmensa casa gris, de donde justo en aquel momento salía la criada de aquel tirano de siete años. Cindy estaba sacando la basura y se cruzaron las miradas. Ella arqueó las cejas. Y entonces, el aparcacoches se sacó su libreta, arrancó la hoja y se la dio a la sirvienta. La mujer volvió a subir las cejas y cada uno tiró para su lado. (Continuará en quince días).

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