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Elogio de la piscina

Una piscina de agua gélida le reconcilia a uno con la humanidad, lo hace desconectar de la tragedia diaria, horripilante y reiterativa, y te deja planchado para pegarte una siesta apostólica y romana

Ahora que intentan demonizarla por culpa de algunos indeseados ahogamientos, creo necesario levantar la mano y posicionarme. Los hay que son pro-playa, muchos quizás, puede que la mayoría madrileños, pero reconozco que yo soy pro-piscina, y veo correcto y adecuado explicar aquí por qué.

Aunque, ¿de verdad necesita que le explique mis motivos? Pienso que no, pero allá vamos. La piscina debe ser declarada patrimonio inmaterial de la humanidad, como el Carnaval de Cádiz y las barbacoas en la playa, sobre todo si la conjuntamos como debe ser: con su colchoneta del unicornio, su donut del Burger King, su pistola de agua, su tumbona con sombrilla y su buena compañía. El conjunto es inigualable, y lo sabe. Sobre todo si se dispone de intimidad, sin tener que aguantar a vecinos cotorras, arenas ardientes, medusas enfadadas y bolsas de aparcamiento completas. Una piscina de agua gélida le reconcilia a uno con la humanidad, lo hace desconectar de la tragedia diaria, horripilante y reiterativa, y te deja planchado para pegarte una siesta apostólica y romana.

¿Cuántas piscinas han visto nacer el amor, en cuántas piscinas se han concebido chiquillos? La piscina es una de las cosas inventadas por el ser humano que más han fomentado la natalidad, incluso más que el cheque bebé de Zapatero. Las hay de diversos tipos, tamaños, colores y capacidades, como los wáteres. Cierto es que hay posos de felicidad en ambos accesorios de nuestras vidas, gemelares y a veces intercambiables.

Y cuando uno es padre de esos chiquillos, nada como una piscina para dejarlos listos de papeles para una siesta (la propia, que solo puede disfrutarse tras la de los niños). Batallan más que en Trafalgar pero el resultado es fundamental: acaban agotados; ergo puedes dormir. Quien no ama a una piscina no cree en la humanidad, podríamos decir, parafraseando a los cadistas.

Apenas hay inconvenientes, aparte de los antes citados (y lamentables) ahogamientos: el cloro, alguna conjuntivitis, urticarias, balconings británicos (habrá quién discuta este punto), ahogadillas, tirones gemelares y el clásico resbalón en el borde cuando uno va a cambiarle el agua al canario, o a por bebida, o a bajar el volumen de la lista top 50 de Spotify.

Ahora que el presidente del gobierno nos pide vigilar el consumo energético tirando de (o tirando la) corbata, y se controla el fresquito en interior con un límite de 27º, la piscina siempre será ese reducto de felicidad veraniega, esa pequeña aldea gala en la que uno baja su temperatura corporal, casi sin darse cuenta.

Por eso, yo soy y seré siempre pro-piscina. ¿Y vuecencia?

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