La complejidad de la gestión pública reside, principalmente, en la dificultad de atender simultáneamente necesidades diversas y, en no pocas ocasiones, contradictorias. Lo mejor para la salud puede no ser la receta adecuada para la economía, y en ese dilema al político no le queda otra que hacer equilibrios y malabarismos, dándose a veces un sonoro trompazo.

Ante estos tropiezos he sido magnánima. No querría yo verme en el papel de tomar decisiones ante un panorama tan desconocido, cambiante, y grave. He sido comprensiva con los errores y las contradicciones, he dado un voto de confianza a quienes, desde cada una de las administraciones, han hecho lo que han podido.

Pero hay algo que está agotando el vaso de mi paciencia. Y es que, aunque no se me vea con la mascarilla, se me está poniendo cara de tonta. A mí y a mucha gente que ha tratado de cumplir con las normas -cada semana unas distintas- y que ve que en lugar de endurecer el control para que se acaten las que están en vigor, nos sacan de la manga nuevas medidas que acabaremos cumpliendo los cuatro carajotes de siempre.

Sabemos que son muchos los que se reúnen a docenas en espacios cerrados, escudados en la privacidad de su casa. Los que se toman el toque de queda como una justificación para hacer noche en casa de otra persona. Los que se están moviendo sin tener por qué, argumentando abiertamente que necesitan un respiro, o el mar, o ver a un familiar… Y los bobos de siempre tenemos que escuchar esto sintiéndonos cada vez más imbéciles. Porque mientras hay quien cree que las normas son para otros -para los pánfilos que no han encontrado la forma de esquivarlas, o los pusilánimes-, el resto estamos haciendo cálculos de cómo nos vamos a ajustar la mascarilla en la playa, si se nos llenará de arena, o si el sudor la va a dañar.

No estaría de más que en los malabares entre salud y economía alguien incluyera también el sentido común. De lo contrario, van a conseguir aburrir a los que queremos hacer las cosas bien.

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