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NANCY CAMPBELL (Exter, 1978) ha pasado muchos años de su vida arrastrando una mochila por residencias en los sitios más helados del planeta. Gran parte de esas experiencias por lo frío, de Groenlandia a Islandia y todo lo que pudiera pillar entremedias, las refleja en La biblioteca de hielo, un título que apareció en nuestro país hace un par de años, de la mano de Ático de los Libros. En él, los motivos de estudio y la propia biografía se van enlazando con multitud de referencias literarias e históricas, mostrando todo lo que puede dar de sí una diminuta gota de agua congelada, dispuesta en seis aristas. Campbell recorre aquí exploraciones y mitos, más o menos conocidos, de los lugares más gélidos del planeta, pero también cuestiones como los datos que arrojan los cilindros de hielo que atesoran la historia de la Tierra, sellos antiguos que representaban un Polo Norte casi galáctico, el gran negocio que fue transportar bloques de hielo del invierno de Concord hasta la India o en qué consiste jugar al curling.
No da una vida, viene a decir este muestrario, para profundizar en las realidades, sueños y empecinamientos de los mundos helados, que parecen sacados de un libro de leyendas. Pero también recorre La biblioteca de hielo una línea meridiana: la que nos cuenta, directa o indirectamente, que los hielos que consideramos eternos están llamados a desaparecer. Parte de la fascinación que ejerce la nieve está en su naturaleza efímera: frente a la contundencia del hielo azul, el suspiro de los copos. Esos paisajes de otro mundo, fuera del mundo, que lo arropan todo en silencio y pueden desaparecer en cuestión de horas –lo asombroso, como dice Campbell, es que las cosas sigan siendo tal cual eran cuando la nieve desaparece –. Y así, como cumpliendo su destino de forma mastodóntica, las cumbres nevadas, las planicies polares, los glaciares milenarios, van cediendo como azucarillos.
Aunque autora también de varios poemarios, Campbell registra estas realidades sin lírica ni aspavientos. Proporciona la información precisa y habla con delicadeza, con un punto de austeridad, como contagiada por los escenarios que la rodean. El blanco de los márgenes, Campbell lo sabe, resulta esencial. No hace falta abundar en el exilio en tierra de los nativos groenlandeses, en los perros de tiro cada vez con menos espacio para correr, en las placas tectónicas que amenazan con levantarse en Islandia, libres del peso de los glaciares.
Tantos años de tumbos por el Ártico la convierten en nómada polar: aprende a echar jornadas en salas de espera de puertos y aeropuertos (la gran lección, apunta, de pretender triscar por Última Thule), y a levantar el campamento y seguir las huellas –¿qué era todo eso que guardaba en cajas en un guardamuebles, al fin y al cabo?–.
Hay algo, sin embargo, de lo que no se desprende: su fascinación por las palabras. Campbell no sólo es escritora, sino que siente una pulsión fetichista por lo escrito: estudió técnicas de impresión en Estados Unidos, a las que ha dado uso. Su relación con el lenguaje es tan intensa como la que mantiene con los mundos de hielo. Así, Ático acaba de publicar un título que resulta inevitable viendo su biografía: Cincuenta palabras para decir nieve, Cincuenta palabras para decir nieve,frase que hace referencia a la extendida creencia de las 50 palabras que utilizan los esquimales para describir el fenómeno: algo que es mentira, apunta Nancy Campbell, aunque los Sami le dedican en torno a 100 palabras –no pasa nada, para reno atesoran 1.000–. La autora recopila aquí sus propias cincuenta palabras a través de distintas lenguas, que suelen llamar, también, a otras tantas referencias culturales. Habla de cuestiones como el reto que supuso para los misioneros daneses transcribir una lengua (la inuit) que nunca antes se había escrito; o el estupor de Tolkien cuando descubrió el finlandés, una sensación que era “como entrar en una bodega secreta, repleta de los mejores vinos”;o el caso del feroés, prohibido durante siglos y que ahora hablan 72.000 personas. Etéreas como la nieve, ya sometidas a estrés –viene a reflexionar Campbell–, si el hielo desaparece, estas culturas y sus palabras también desaparecerán. Una de las voces escogidas por la escritora es Kunstschnee,nieve artificial en alemán: “¿Quedará algo de nieve real–se pregunta– dentro de 25 años?”.
¿Cincuenta palabras para nieve, cien palabras para nieve? Ja, aficionados. Sara Emily Miano le echó un pulso al listado en su primera novela, Enciclopedia de la nieve, que en su momento publicó Alfaguara. De partida, es un libro extraño: su estructura es la de un diccionario, con numerosas entradas relacionadas con el blanco elemento. En ellas, no sólo recurre a distintas acepciones, sino que las relaciona a través de llamadas, generando una especie de enorme fractal. No es casualidad: su momento de publicación, coincidió con el cambio de vía que supuso el acceso generalizado a Internet –cuando aquello se definía, con bochornosa pompa, como ‘red de redes’– y el tema del metalenguaje y la metanarración se pusieron otra vez sobre el teclado. Ejemplo, la primera definición, ‘ángel’, hace referencia al arcángel Gabriel, a los ángeles de nieve, y a El ángel azul y llama a ‘Promesa’. ¿Eso es todo? No, no es todo; intercaladas en algunas acepciones, pequeñas anécdotas o historias cortas y, sobre todo, rastros del hilo que viene a querer unir todas las páginas: el de una búsqueda amorosa -que viene a ser lo menos interesante de la propuesta, nunca he soportado los “¿Encontraría a la Maga?” -. Pero es un título que merece sin duda una nueva vida teniendo en cuenta, sobre todo, el juego de edición que ofrece.
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