Ese par de niñas inquietantes
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Las protagonistas de 'La chica que vive al final del camino' y 'Octubre, Octubre' desarrollan dos formas opuestas de adaptarse al mundo cuando has vivido fuera de él
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DOS niñas inusuales, fuera del mundo, con sendas casas peculiares y de edad parecida (entre 11 y 13 años). Ambas celebran su cumpleaños en octubre, un hecho que abre los dos libros. Ambas han desarrollado un mundo fascinante, aunque las coordenadas del mundo exterior les chirrían.
Pero Rynn (la protagonista de La chica que vive al final del camino) y Octubre (que da nombre al título de Errata Naturae) vienen a ser, con ambientes parecidos y una base común, la cara y cruz de una misma moneda. Reverso luminoso y tenebroso. Ambas novelas, con cincuenta años de diferencia y esas primeras voces tan iguales pero distintas, tienen también un núcleo idéntico: el camino del peregrino que supone la adaptación de sus personajes principales a la realidad en la que viven. Cada una de ellas lo hará, desde luego, de forma muy diferente.
Con La chica que vive al final del camino, de Laird Koening (trad. de Jon Bilbao), Impedimenta recupera un referente de las novelas de misterio: una de esas historias calladas, que termina quedando lejos del gran foco, pero que resulta una lección de atmósfera y mecanismo. La novela tuvo una adaptación cinematográfica en los 70 (La muchacha del sendero, con Jodie Foster como reclamouna adaptación cinematográfica en los 70La muchacha del sendero,Jodie Foster) y lo cierto es que su estructura podría bien adaptarse a una obra de teatro, con apenas un puñado de personajes y un único escenario: una casa en una isla invernal, con una trampilla, un jardín y una pala. Y un montón de botes de mermelada.
Tanto Rynn como Octubre (las similitudes no dejan de aparecer) han sido educadas por sus padres. No han ido al colegio y su conocimientos distan mucho de ser los reglados, pero en esa circunstancia hay un convencimiento, no por cierto menos egoísta, casi perverso: este escacharrado mundo no sabe lo que se hace y no nos merece. No te merece. “Haz lo que tengas que hacer –le dice a Brynn su padre en un momento dado–. Plántales cara como sea. Sobrevive”.
Y sí, Rynn puede ser muchas cosas pero, desde luego, hay algo que no es en el sentido amplio de la palabra: inocente. No importa. Estamos de su lado. No puede ser inocente para sobrevivir en la realidad en la que tiene que desenvolverse.
En cualquier caso, en la dificultad de encaje de ‘la chica que vive al final del camino’ –¿hasta qué punto es una sociópata integrada, y hasta qué punto su crianza ha contribuido a esto o la ha mantenido a salvo?– y en la de Octubre –¿es espectro autista o su comportamiento tiene reminiscencias, para entendernos, de niña lobo?– encontramos el patrón común de una crianza fuera lo habitual.
Si Impedimenta apunta que La chica que vive al final del camino es un clásico del gótico americano (que lo es), el Octubre, Octubre de Katya Balen tiene maneras, decía The Times, de clásico moderno. La delicada sensibilidad de Octubre llena las páginas del libro y se transmite desde la primera línea, desde ese primer momento en el que ella y su padre encuentran una lechuza muerta, con las alas ya cubiertas de escarcha –y después se topan con una polluela, a la que llaman Stig y a la que crían, y la mente se va a Estigia porque no hay mejor nombre para un búho–.
Octubre ha crecido con la única compañía de su padre, en una cabaña en el bosque –como en los cuentos–. Sólo incursionan una vez al año en el pueblo y ella no conoce a otros niños. La naturaleza y sus criaturas son sus amigos. La ciudad ahoga, piensa su progenitor, y lo mejor es aprender a vivir lejos del materialista mundo, con los pulmones y los ojos abiertos. Tiran de un precariado de baterías, generadores y paneles solares, se calientan con chimenea e internet no existe. El azúcar es el mal. Octubre sabe lo que es un chocolate caliente por lo que ha leído en los libros –cambiamos neohippie extremo por trascendentalista extremo y ahí tenemos la infancia de Louisa May Alcott (la Jo real) y sus hermanas, medio muertas de frío–.cambiamos neohippie extremo por trascendentalista extremo y ahí tenemos la infancia de Louisa May Alcott (la Jo real) y sus hermanas,
Aun así, no hay mayor pesadilla, desde luego, que cuando la realidad del mundo (ese lobo hambriento, a ojos de Octubre) interfiere en una rutina en la que siente las estrellas al alcance. El acomodo de la chica a unas coordenadas nuevas, hostiles y hechas a la contra será el conflicto que trabaje la trama: la exigua posibilidad del bosque entre bloques de cemento.
'Siempre hemos vivido en el castillo', de Shirley Jackson
Es un libro perdido para mí –perdido en el afán evangelizador– pero, entre las últimas ediciones de 'Siempre hemos vivido en el castillo', de Shirley Jackson, está la de Minúscula Editorial hace cinco años. Aunque La maldición de Hill House es la obra de referencia de Jackson, esta novela sobre –por supuesto– dos adolescentes aisladas en una casa sobredimensionada se coloca a la altura. Narrada con la voz de la hermana mayor, Merricat, la historia nos sitúa en el día a día de precario equilibrio que viven ambas chicas y su tío Julián, en silla de ruedas. Constance, la hermana menor, es claustrofóbica, y Merricat se encarga, no sólo de adentrarse en el mundo de fuera (de nuevo) en busca de provisiones, sino de lidiar con él –con unas medidas de protección que incluyen jugar con, o fantasear con, o practicar, la magia simpática–. Y es que eso es lo que son las chicas: brujas. Viven en un ”castillo” cercado que han de proteger, tienen un gato –¿su familiar?–, les gustan la magia y las historias fantásticas y el resto del pueblo las desprecia y, si pudieran –están convencidas–, las perseguirían con antorchas. ¿Por qué tendrían que hacer esto? Pues porque, no hace tanto, el resto de miembros de la familia cenó arsénico disuelto en azúcar y no vivió para contarlo. El final: inimaginable, de los mejores al alcance.
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