Provincia de Cádiz

El chasquido del tiempo

  • La ribera del Gaidóvar, entre Grazalema y Algodonales, pierde la última piedra de moler harina, una actividad que desde hace siglos marcó la economía de la comarca

Un chasquido seco como un hueso al troncharse y la gran piedra de moler se venció a un lado. El hueso, el eje, se pudrió. Madera podrida por el agua tras 70 años haciendo girar la piedra. Observas la pieza tumbada junto a la casa molino, un tronco anciano, un tronco cadáver acabado en una punta de bronce. Ayer se produjo un hecho nimio: un mecanismo falló y todo un ecosistema murió. Así son las agonías. Hay un momento en el que el último hilo se corta y ya no hay más hilos.

Ayer dejó de funcionar el último molino de la ribera del Gaidóvar, un tupido bosque que puebla de sombras el camino serpenteante entre Grazalema y Algodonales. Diez kilómetros cuesta abajo salpicados de casas molino que fueron una floreciente industria harinera, aceitera y textil hasta principios del siglo XX. El rumor del agua era la sinfonía de este lugar. El agua era la vida sobre la que el hombre había construido un comportamiento industrioso en un diálogo de igual a igual con la naturaleza. Pero todo esto acabó hace mucho tiempo, todo esto murió hace mucho tiempo. Quedaba este molino que el pasado mayo entregó su última harina antes de que el agua de los dos manantiales se bombeara hacia el pueblo, hacia Grazalema, acuciada por el turismo.

"Sólo quisiera volver a verlo girar", dice abatido Juan González, Juan el del Molino, el último molinero, ante la pieza rota que le parte el corazón. "Tenía tres años cuando empezó la Guerra Civil, toda la gente se marchó del pueblo. Nosotros nos quedamos. Mi padre construyó este molino". Juan siempre vio girar el molino.

Los hechos sucedieron así. Juan salió por la mañana de su casa en el centro de Grazalema, donde los operarios municipales, vigilados por una pantalla líquida, preparaban el pueblo de mentira que este fin de semana será asaltado por unos bandoleros de mentira entre el júbilo de los turistas. Puso en marcha su viejo R-4 y enfiló hacia la ribera, hacia el campito en el que los olivos preñados piden ser liberados de las aceitunas y donde se enseñorean los membrillos. Ese es el campo base de este hombre de sonrisas tristes repletas de tiempo. Su casa molino está más abajo, a unos 600 metros.

Cuando Juan llega y mira en el hueco en el que el molino trabaja desde que Juan es Juan se encuentra el destrozo. "Le llegó la hora", nos razona apareciendo tras unas empinadas escaleras de piedra que dan acceso al huerto. "¿Qué pasó?" "Se quebró". Nos conduce por el perímetro de la casa y nos lleva hasta el chamizo donde ha ideado un nuevo mecanismo. Ha pensado que si cambiara el eje de madera, de madera noble, por una vara metálica quizá la rueda podría volver a girar. "No será lo mismo, pero..." Juan tiene 79 años y ahora sólo piensa en ese molino. "Venid". Desandamos el camino y dejamos a un lado el viejo horno en el que con varas de olivo la brasa hacía pan de la harina para entrar en su taller, una estancia fresca y seca habitada por cachivaches, grúas de madera, llaves, martillos y ganzúas. La piedra maciza cuelga de la grúa. Explica la tarea de ingeniería que piensa llevar a cabo. "Venid..." Volvemos al molino, que es como una cueva bajo la casa. "Mirad..." Señala las 'cucharas' que recibían el agua e impulsaban la piedra para que girara. Están sumergidas. Juan valora: "Están bien, las 'cucharas' podrían servir". "¿Vendías la harina?" Juan se sonríe ante la pregunta como diciendo 'no entiendes nada'. "No, hace mucho que aquí no se vende harina. Molía harina para mi uso".

Esta comarca contaba con decenas de casas molino. Las pocas que quedan se ofertan como turismo rural, algunas otras están abandonadas y otras sencillamente son ruinas. La prueba de que los molinos no son un ser vivo se encuentra en que el museo artesanal de Grazalema, situado en el centro de Información Turística, conserva uno en perfecto estado, el de Juan Narvaez, un famoso panadero de la localidad. Da la impresión de que Juan el del Molino, sentado ahora junto al horno, agotado quizá de darle vueltas a ese eje roto, se siente inquilino de un museo, retratado por el fotógrafo como una pieza en una vitrina.

Joaquín Ramón Gómez, historiador local , viaja en el tiempo: "A finales del siglo XIV nobles de las familias nazarís de Granada se establecieron en Zulema y escogieron por la abundancia de agua la ribera del Gaidóvar para establecer las infraestructuras hidráulicas. Construyeron molinos que servían para la molienda de cereales y aceitunas, pan y aceite. Expulsados, los cristianos mantuvieron a los moriscos que conocían el funcionamiento de los molinos, que llegaron tal y como habían sido diseñados por los nazarís hasta el esplendor del XVIII, donde muchos viajeros vinieron y se generó una notable industria. Veinte molinos estaban registrados en el siglo XVIII en la zona. El molino de Juan era el último que quedaba con el mismo funcionamiento que nos legaron los árabes".

"Antes se molía todo el año, pero hace 30 años bombearon hacia el pueblo el agua en verano. Pero tras el verano volvía el agua y el molino giraba de nuevo". Juan mira la pieza rota como una amputación.

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