Laurel y rosas

La Barrosa, un modelo y un éxito

La Barrosa es más que una playa. Más incluso que ese lema de “la playa en la que todo el mundo quiere estar” que corre por las televisiones nacionales. La Barrosa es un paraíso que ha atravesado el tiempo, un repositorio de historias, un álbum de recuerdos que todo el que la ha vivido asocia con la libertad, con las olas, con la felicidad. La Barrosa es un estado de conciencia y, después –inseparablemente– es un monumento de la naturaleza, que en apenas cincuenta años ha protagonizado un extraordinario desarrollo urbano y social sobre el que fluyen todo tipo de opiniones pero que, desde los ojos de hoy, es un modelo y un éxito.

Seguramente, como ocurre siempre, la playa podría haber sido otra. Pero basta mirar al resto de la Bahía –y sin duda al resto de la costa andaluza– para darnos cuenta de que, indudablemente, la playa que ahora disfrutamos con los diferentes modelos urbanísticos que se confrontan en sus ocho kilómetros es, por lo menos, una de la que presumimos, que mostramos, que disfrutamos. Ahora se cumple el treinta aniversario de la urbanización Novo Sancti Petri, y cada uno lleva dentro su propio juez, pero desde el horizonte, mirando hacia la costa de La Barrosa desde el mar y desde la historia, desde nuestras propias vivencias y desde el elogio de quien la visita y te lo cuenta, elegir aquel desarrollo para la Tercera Pista –como siempre se le llamó– hizo que esta playa de hoy esté donde esté: en el inevitable cima de las mejores playas de España.

Pero la playa, es cierto, es mucho más que lo urbanístico, aunque yo prefiero decir que lo “urbano”, porque es un espacio que han transformado múltiples intereses, el inevitable negocio inmobiliario también, aunque la realidad es que muchos de quienes la habitaron –y la siguen habitando– lo que pretendían es dormir sobre un trozo de paraíso. Lo que quiero decir es que examinar –y someter a juicio– el modelo urbano de la playa de La Barrosa debe ser también estudiar por qué hay una Primera y una Segunda Pista, por qué sus desarrollos parcelarios, la carretera, sus pinares, por qué se habitó, en definitiva. Y esta es una historia con múltiples ramificaciones, de aluvión, que acontece en muchas décadas, que obliga incluso a reflexionar sobre el modelo social –y municipal– de la Chiclana de principios de los años sesenta, que es cuando comienza a gestarse la Primera Pista –y la playa– que hoy conocemos. Como un ser fantástico que se intuye que está ahí pero que tarda en emerger y encantarnos.

La Segunda Pista es, en cierta manera, una consecuencia –una extensión, aunque no exactamente idéntica– de esta primera ocupación de la playa como meca veraniega, turística si se quiere decir así, aunque en aquellos años 70 y primeros 80 todavía nadie era capaz de predecir en lo que el turismo acabaría transformándose, ni mucho menos todo lo que el hábitat natural de la playa se alteraría. Aunque la historia, como se sabe, no comenzó en los años 60, sino mucho antes. Ni tan siquiera a principios del siglo XX con “Villa Violeta” y “Villa Emilia”, cuando se conocía como el Pinar de Galindo. Incluso antes, cuando era territorio de los Gómez de Humarán, a quienes, como narra Carlos Cañizares, obsequió el ducado de Medina Sidonia con aquellos pinares. La Barrosa, siempre apegada y dependiente de Chiclana, es un extraordinario eco de la historia de la ciudad, con la batalla del 5 de marzo de 1811, pero también con los fenicios que la navegan hasta que alcanzan Sancti-Petri y el cerro del Castillo. Entre todos esos siglos acumula sus propios náufragos, sus propias almadrabas, sus propios yacimientos, sus propios cuarteles, sus propias intrahistorias…

La Barrosa es al fin y al cabo una conciencia, decía. Porque está vinculada a nuestra infancia, aquella playa indómita, infinita, en la que todos, sin excepción, conservamos recuerdos imborrables tejidos con la arena fina y blanca, con las olas y con nuestras familias. Las parpujas y los bañistas tirando del copo. Las casetas. La alegría de Paco de Lucía sonando incesante por los altavoces que alzaban su cableado por la arena. Otras generaciones, como mi madre aún cuenta, iban a pie o en carros tirados por mulos con la misma ansiedad de llegar al mar que quien descubre un nuevo mundo. Y ese descubrimiento, las vivencias también, son ya de los incontables visitantes –y residentes– que cada año la habitan y la disfrutan. La Barrosa no es solo lo que se ve: es también lo que hace sentir. Es una posesión de la memoria colectiva: todo el que la ha disfrutado y la asocia a la felicidad la siente suya. Y esa es también su historia.

Ahora que anda de celebración, quizás sea la hora de escribir toda esta Historia; ahora que la playa muere de éxito, que llegan –incluso en este escenario de pandemia– visitantes de todos los rincones como los últimos veranos. Incluso, como insisten Javier Ruiz y Paco Hortas, que hace diez años pusieron en marcha el proyecto “Limes Platalea” –otro motivo de celebración–, ahora que la espátula común es su símbolo.

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