Cuando el puerto era la entrada a la ciudad de Cádiz
El autor considera que el suelo portuario “fue el corazón de la ciudad en tiempos pasados frente a la situación actual en la que, hasta ahora, nos ha estado vetado” a la ciudadanía
Lo primero que es necesario aclarar es como es por el mar que toda la riqueza ha llegado a Cádiz desde los primeros tiempos de los fenicios. No en vano y al contrario que hoy la entrada a la ciudad era por el puerto, que es donde estaban los santos patronos San Servando y San Germán. Precisamente a este último espacio, el puerto, se va a dedicar esta humilde publicación con la intención de reivindicar como fue el corazón de la ciudad en tiempos pasados frente a la situación actual en la que hasta ahora nos ha estado vetado. Para conocer este ámbito debemos remontarnos al Asalto Anglo-Holandés de 1596, tras el cual y por mediación de Felipe II se dispondría iniciar la fortificación de la plaza bajo la responsabilidad del ingeniero Cristóbal de Rojas, quien a lo largo del siglo XVII levantaría la Muralla Real, que cerraría el puerto con sus baluartes y puertas. De este modo llegamos a principios del siglo XVIII y la ciudad permanece imbatible tras los infructuosos intentos de asedio por parte de ingleses, holandeses y franceses, las murallas han cumplido y el comercio no deja de crecer.
Es durante este siglo que llega la Casa de Contratación a Cádiz en 1717 y con ella el monopolio del comercio con los Virreinatos Españoles de América, lo que llevaría a la ciudad a su máximo momento de esplendor y a su mayor nivel de desarrollo urbano. En este contexto se levantan las murallas del Campo del Sur, las del frente de la Alameda y el puerto queda definitivamente configurado como corazón de la ciudad con su muelle. La antigua Puerta del Mar es sustituida por una nueva doble con entrada y salida ideada por Vicente Acero y dirigida por Torcuato Cayón con término en 1735, la cual ayudó a facilitar el tránsito cada vez mayor de viajeros y mercancías que entraban a la ciudad. Ya durante la segunda mitad del siglo se construiría el magnífico edificio de la Aduana y el Baluarte de San Antonio que lo envolvería, terminados en 1770, a lo que habría que sumar un malogrado proyecto de un edificio gemelo destinado a sede de la Casa de Contratación que nunca se llevaría a cabo, pues poco después en 1790 la Casa de Contratación volvería a Sevilla y Cádiz perdería su monopolio, lo que unido a las sucesivas guerras contra Inglaterra primero y contra Francia después conducirían eventualmente a la próspera ciudad a su decadencia, rematada por la pérdida de los territorios españoles en América.
De este modo llegamos a los tiempos decadentes de la segunda mitad del siglo XIX en los que aún restaba cierta gloria y al que llegará nuestro viajero, el padre inglés Hugh James Rose, concretamente a principios de noviembre de 1873 y a través de la recién inaugurada estación de ferrocarril de 1862 emplazada frente al muelle, durante los convulsos tiempos de la I República. Concurre así al por entonces reducido muelle a donde arribaban los vapores correos con su Capitanía, su Antigua Machina, el espacio del futuro restaurante de la Flor Marina y la Caseta de Carabineros en el tramo de muelle entre el Baluarte de los Negros y la Puerta del Mar. En la obra ‘Cádiz en la Primera República: El testimonio de H.J. Rose’ podemos conocer su descripción del puerto y el mercado de la actual plaza de San Juan de Dios, la cual os voy a referir a continuación acompañándola de las magníficas fotografías de Jean Laurent, Levy y Rocafull de aquellos años. En primer lugar, Rose se dirigió con el barquero que vino a recogerlo en su fonda a la Plaza del Mercado frente al ayuntamiento a fin de conocer la vida en el puerto, en el que sabía que vivía normalmente la gente más humilde. Llegaron así a la plaza que describe como amplia y animada por la mañana, eso sí, fuertemente custodiada por guardias civiles, vigilantes y policía secreta a causa de los recientes conflictos que se produjeron en este mismo lugar en los días 5, 6 y 7 de diciembre de 1868, en los tiempos de la Revolución Gloriosa y del Gobierno Provisional, “el Año de los Tiros”. Nos refiere lo vistosas de las vestimentas de los compradores y vendedores de los mercados de verduras y frutas.
Sigue refiriendo la presencia de marineros portugueses cargados de pescado, barqueros de ropajes humildes y cientos de criadas aseadas, guapas y bien vestidas al servicio de las ricas familias burguesas, comprando los mejores productos. También describe a la gente más humilde que venía a comprar los pescados más baratos y productos como el pan y las nueces para dar de comer a sus familias. Por último, destaca las tiendas ubicada en los alrededores de la plaza, algunas de ropa para marineros. Ahora pasa a referir la fruta que se vende en puestos muy limpios donde se ofrecían montones de madroños, bayas del sueño, bellotas, algarrobas, coles inglesas, miles de tallos de cardillo, membrillos maduros, sacos de nueces y unas cuantas sartas de estorninos (pájaros), los cuales como verán son los típico productos de Tosantos. A este panorama se sumaban puestos de venta de agua ambulantes conocido como “aguaduchos”, además de distintos licores y horchata, la bebida de los pobres. Por lo visto, los marineros tomaban sus “carajillos” (café con ron) para entonarse antes del trabajo.
Entonces se dispone a salir al muelle por la Puerta del Mar y la primera idea que le viene a la cabeza es ¡qué luminosidad! De nuevo refiere los guardias a las puertas con sus bayonetas caladas y las personas que deambulan por el paseo sobre la muralla, disfrutando de las magníficas vistas a la Bahía. Nada más pasar el control y la Puerta alude a la fresca brisa del puerto y lo primero que llama su atención son los coloridos aparejos de las cientos de pequeñas embarcaciones en las que los marineros aguardan fumando un cigarrillo mientas buscan empleo, pues los buques esperan surtos en la Bahía. Los mendigos se apelotonan en torno suyo suplicando unas limosnas que él gustosamente les da. Hay niños harapientos que se buscan la vida trabajando ya desde muy pequeños, personas ciegas y en definitiva los signos de la miseria que ya empezaba a imperar. Pasan entonces frente a una de las muchas tabernas de pescadores ubicadas bajo la muralla y nos cuenta como estos consumen pescado frito con pan y valdepeñas.
En el recorrido bajo la muralla encuentra nuevos puestos de frutas y finalmente arriba a la pescadería, unos edificios alargados de madera, bajos y techados junto al mar, a un lado de las puertas en esta sección de muelle que en este tiempo estaba separado del de la Puerta de Sevilla por el Baluarte de la Cruz. Es la conocida como plaza del pescado y allí numerosas criadas se gritan con los pescaderos para conseguir el mejor precio por el género que aguarda ahí desde las horas más intempestivas de la mañana, en las que los pescadores han trabajado duro en la Bahía durmiendo en los propios botes para asegurar la mejor captura, que venderán con los primeros rayos de sol de levante. Volviendo a la pescadería, la gente se tiene que abrir paso a empujones y los puestos cuentan con una variedad de pescados increíble, echándose en falta el Triunfo a San Francisco Javier, patrón de los marineros, el cual fue retirado por orden de Salvochea. El padre Rose da toda una clase de “pescatología” pero nosotros nos quedaremos con tan solo algunos ejemplos: besugos, pargos, enormes meros del fondo de la Bahía, los rojos salmonetes, chocos, plateadas pescadillas, jureles, lenguados, los deliciosos cazones que entonces eran comida de pobres, mojarras, cabrachos, rapes llamados peces sapos, los cuales se definen como enormes y monstruosos, anguilas, rayas y gambas.
Refiere además los burritos que cargan con las mercancías y como la gente baja a mariscar cuando la marea desciende. Entonces llegan los guardias municipales desalojando la lonja pues esta solo permanece abierta de 5 a 10 de la mañana y por las tardes de 3 a 5. Los pescaderos cubren los puestos con paños mojados para conservar las piezas, sentándose para fumar sus cigarrillos y los vendedores de camarones siguen a lo suyo. En este punto me gustaría citar a la viajera italiana Elena Mario que llega a Cádiz en 1884 y nos completa el marco de esta sección del puerto con la Puerta de Sevilla que conducía a la Aduana a través del Baluarte de San Antonio y que era el punto de entrada de todas las mercancías y donde se hacían los papeleos. Refiere como los funcionarios de sanidad llegan en una barca hasta su vapor para comprobar que están sanos y entonces los condujeron al muelle frente a la referida puerta, debiendo coger lo imprescindible para esa noche pues habrían de dejar sus maletas en la Aduana hasta el día siguiente. La puerta cerraba a las 6 de la tarde y un “cancerbero” que la guardaba les dio problemas que quedaron resueltos por mediación del teniente. Personalmente considero que estos relatos nos dan una idea de la vida que había en el puerto y que se extendió hasta la primera mitad del siglo XX. Tan solo espero que el nuevo alcalde Bruno lleve adelante el proyecto de abrir el puerto a los ciudadanos pues es un potencial enormemente desaprovechado.
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