Sueños de los días de verano

Amor desde el monóculo

  • A los enamoramientos de verano no les pasa más que a la mayoría de enamoramientos: que se acaban. Quizá la parafernalia estival lo haga todo un poquillo más aparatoso. Y un poquillo más abochornable, por predecible. A los que observamos desde la barrera, estas aventuras nos encantan. Nos encantan como le podrían encantar a la condesa viuda de Grantham: con el placer de ver, desde la distancia del monóculo, un accidente a cámara lenta.

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Amor desde el monóculoSueños de los días de verano

El verano es la estación del amor. Lo es, ¿no? Eso ha transmitido siempre la tradición popular, y eso ha venido a confirmar la ciencia. El avance de las horas de luz mima al bicho reptiliano que habita en nuestro interior, disparándole los niveles de serotonina -la droga del buen rollito- y de oxitocina -besos para todos-. Al parecer, lo del Verano del Amor del 67 no vino a ser más que un poco de aliño a la naturaleza de por sí lisérgica de los meses de calor.

Y luego están los elementos externos que arropan, en esta época, al chorro de hormonas de la felicidad: las ferias y fiestas y su idiosincrasia, las largas noches de chiringo y azotea o los bikinis blancos al salir del agua. El diablo no es que sea muy sutil en sus detalles.

¿Cómo no sentirse flotando en cielos de ondas psicodélicas cuando huele a dama de noche y a crema protectora con sabor a coco? ¿A algas contenidas y a bajante? ¿Cuando los cuerpos son dorados sobre la arena y nadamos igual que una sirena? ¿Cuando saltamos de felicidad ante una paella congelada y un mojito aguado? ¿Cuando creemos que un pisapapeles con una catedral en resina es del todo necesario para nuestra felicidad futura? Por todos los dioses, si estamos pletóricos. Todo nos parece bien, cualquier cosa nos parece bien. Vacaciones: ese puñado de días en los que podemos experimentar cómo es ser James Rhodes en España -Dios lo bendiga-.

Cualquier cosa, decimos, nos va a encantar. Hasta Shakespeare debía intuir que el verano (o lo que fuera) que atisbaban en la Inglaterra isabelina alteraba los sentidos. Una de las tramas de El sueño de una noche de verano gira en torno al hechizo que vive Titania, la Reina de las Hadas, que se enamora de un tipo con cabeza de asno. Ya imaginamos al productor del montaje, desde la profundidad de sus gorgueras: "Ponlo como quieras, ponlo muy bonito pero que no se te vaya la cabeza con el rollo este del metalenguaje y las metáforas, William, que ya sabes cuál es nuestro público". "¿La Reina?" "Justo".

No conozco hasta qué punto apoyan esta fama -o no- las estadísticas, pero el amor de verano tiene en su don su penitencia: la potencia con la que surge parece ir de la mano de su fugacidad. De repente, la realidad vuelve, el hechizo se rompe, la paella que devoramos junto al mar no la comeríamos en casa ni de coña y el burro no dejar de ser, por mucha corona de flores que le endoses, un burro. El amor estival hace glubglub desde su nacimiento. La pieza romántica que Shakespeare dedicó a la Noche de San Juan debía haber sido Trabajos de amor perdidos.

Realmente, a los enamoramientos de verano no les pasa más que a la mayoría de enamoramientos: que se acaban. Quizá la parafernalia estival, con todos los elementos endógenos y exógenos mencionados, lo haga todo un poquillo más aparatoso. Y un poquillo más abochornable, por predecible, claro. A los que observamos desde la barrera, estas aventuras nos encantan. Nos encantan como le podrían encantar a la condesa viuda de Grantham: con el placer de ver, desde la distancia del monóculo, un accidente a cámara lenta.

Lo que sí dicen las estadísticas, a más colmo, es que el verano actúa como rueda de molino en muchas relaciones de largo recorrido. La vuelta de las vacaciones es uno de los picos más altos -si no el que más, haciendo un pulso con las navidades- en los registros de solicitudes de divorcio. ¿Por qué? Quizá se haya visto el verano como una nueva oportunidad, con expectativas de mejorar la relación o de recuperarse, y no ha funcionado; o, a lo peor, es que las vacaciones se han convertido en ese momento temido: ese en el que hay que pasar tiempo, tiempo de verdad, con ese otro al que hemos conseguido evitar con éxito, envueltos en rutinas, durante el resto del año. El regreso a la normalidad, y septiembre como marco emocional del nuevo curso desde los tiempos escolares, convierten el verano en una espoleta emocional.

Disfruten de la paella con su cari. Voy a por mi monóculo.

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