Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap.LXXXVIII)

  • Resumen capítulo anterior: María extrajo del cajón de la comodilla las cartas francesas y algunos mapas que describían batallas y escaramuzas de los ejércitos gabachos. La posesión de estos documentos solo podía deberse a la labor de espionaje del cubano o a la ambición de un coleccionista. Ahora quedaba dar el paso más importante: denunciarle a las autoridades de la ciudad o esperar acontecimientos.

Me dediqué en los días sucesivos al registro y traducción de las cartas de Matamoros a pensar qué podía hacer con todo y decidir si debía ponerlo en conocimiento de las autoridades militares de la ciudad o continuar dejando que actuara como si nada, para acumular más pruebas. Le seguíamos, estábamos atentos a la correspondencia que llegaba a casa, a sus amigos, a cuanto pudiera almacenar en su habitación en espera de saber qué hacer.

El trabajo de redacción se hace a veces irremediablemente aburrido, y llego a extrañar en algunas de estas tardes calurosas de verano aquellos días en los que el miedo a la cercana línea de fuego reclamaba nuestra atención constante. Ahora es diario hacer constar en los periódicos las decisiones y los asuntos de las Cortes, todos los temas relacionados con el discurrir de la Guerra en el país e incluso los acontecimientos más importantes en el resto del mundo, estén o no estén relacionados con Napoleón.

El calor era insoportable, un viento del sur húmedo y pegajoso lo impregnaba todo. Las dulces damas gaditanas, paseando sus hermosos andares por la Alameda, protegidas por parasoles imposibles de describir, tales eran sus adornos, bordados y bisutería, andaban sinuosas, queriendo recibir el frescor del aire de la bahía.

Son malos tiempos para la salud, todos estamos temerosos a la enfermedad cuando llega este calor insoportable. Es difícil olvidar los brotes de fiebre amarilla en la ciudad cuando llega el verano y el número de víctimas que traen consigo el calor y la humedad. Es en estos días cuando, a pesar de los bombardeos, nadie piensa en que pueda morir víctima del intento francés, es cuando los niños se aproximan por la puerta de la Caleta hacia el mar. Santa María, en el camino del arrecife y en la Punta de la Vaca.

Era peligroso, a simple vista desde el Romano o la Aguada se veía el movimiento de las tropas francesas y la disposición de los cañones hacia la parte española, pero el calor era tan intenso y los niños estaban tan acostumbrados a chapotear en las aguas salinas y azules de este mar de Cádiz, que olvidé por un momento el propósito que me había llevado a acercarme a la Punta de la Vaca. Desde este lugar maravilloso, donde las cuestas terminan irremediablemente en el mar, se veía toda la bahía. Era, a la luz candente de este sol de junio, un atisbo de frescura contemplar a los pequeños faluchos y brulotes, amarrados a las piedras salientes del acantilado, prepararse para la noche de pesca. El calor y el miedo a que la claridad del día les hiciera objetivo fácil para las bombas francesas les hacían salir al mar al atardecer, cuando la temperatura bajaba ciertamente y la noche de estos días, oscura por la carencia de luna, les protegía de una muerte segura. Tenía necesidad de volver a conectar con la realidad de la guerra. El teatro, los espectáculos, la vida ociosa de la ciudad relegaban peligrosamente la guerra a una cuestión de otros, los otros, la gente que yo había conocido del otro frente de la bahía, aquella menuda gente de tanta valía que se enfrentaba diariamente a los requerimientos, arbitrios y exigencias del Estado Mayor francés.

Desde aquí sí podía contemplar la guerra en toda su plenitud, desde aquí el verdadero lugar de la defensa, estos extramuros aniquilados, estos arrabales utilizados como campo de defensa, un lugar donde el ruido de la batalla continua es perpetua.

Cádiz está dividido; tras las murallas de las Puertas de Tierra está la vida incesante y rotunda, una irremediable forma de vivir hasta el límite en cuanto se hace. La plaza de la Corredera, repleta de los mejores productos, los olores y colores penetran por los sentidos y uno se olvida de la guerra. Los barcos se amontonan en la bahía, en espera de ser descargados de los cientos de productos que llegan de todos los lugares del mundo. Las calles, llenas de huidizos políticos que pretenden encontrar en la ciudad su momento de éxito como oradores. Los comercios abiertos, jactándose de mostrar las variedades más exquisitas, los más lujosos vestidos, sombrillas, zapatos. Las imprentas no dan abasto para tanto papel que pulula por las esquinas. Los cafés, repletos de los que no van a ningún sitio y, sentados o jugando al billar, todo lo critican, todo lo juzgan. El teatro completo a diario, sin ausentes, como los bailes, los espectáculos y las fiestas, las ventillas, las tabernas, las pastelerías, los freidores. Un frenesí de vida que supera la perspectiva de creer que este es un país en guerra.

Solo aquí, en esta Punta de la Vaca, se aprecia el humo de los campos quemados de nuestros pueblos vecinos, se percibe el ruido de la munición continua que sale desde el Castillo del Puntal, sin remilgos ni espera. Este es el lugar de Cádiz más cerca de la guerra, quizás el más esquilmado y donde la población es más castigada.

Esta lejanía de la irrealidad que uno avista desde las torres miradores cercanas a la Aduana es la única capaz de hacerme entender qué está ocurriendo. Entiendo que la vida política de esta ciudad de Cádiz, las sesiones de las Cortes y la aglomeración de la población lo pueden todo, lo impregnan todo; sin embargo, cuánto extraño a Carmela, a aquellos días en que los frailes y las monjas del campamento del Pinar soportaban el frío de la mañana sin escatimar ningún esfuerzo por curarnos, por hacer que siguiéramos vivos.

No sé si podré expresar con palabras en este raído diario, lleno de tantas cosas y letras, lo que siento por esta ciudad abierta al mar. Parto de que el mar me fascina, lo hizo siempre, desde que mis pies pequeños se adentraban en la orilla del puerto de San Sebastián. Pero este mar, por donde la vida llega sin pausa, pletórica y rotunda, no tiene nada que ver con mis sensaciones sobre la frescura del mar del norte. Es más que una cuestión de los sentidos, es una historia de amor compleja que asemeja mi vida a este buque encallado, a este Cádiz a veces lascivo de vida mientras España se desangra.

Diego de Ustáriz

Continuará

A la sombra del parasol

03153017

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