Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XC)

  • Resumen capítulo anterior: La muerte llama a la puerta de muchos pueblos y aldeas españolas, zonas pequeñas y desprotegidas donde los franceses descargan toda su ira y soberbia incluso sobre mujeres y niños. Lo triste es que no es cosa solo de franceses, muchos españoles descolgados de sus ejércitos deambulan por las tierras abandonadas y esquilmadas, queriendo sobrevivir. La dureza de los acontecimientos vividos, les ha convertido en hombres crueles, a veces asesinos y bandidos.

La Junta económica de la Real Academia Militar establecida en la Isla de León ha pedido a este redactor del Conciso haga llegar a la población de Cádiz la necesidad de mejorar la situación de sus alumnos. La situación del erario público y la situación de precariedad de sus padres convidan a que cualquier persona que quiera pueda encargarse de abastecer o suministrar lo que se necesite para su manutención, comestibles y vestuario. Desean hacer llegar a quienes interese que hagan contrato en los términos que más interesen y convengan a los contrayentes, asegurando que su pago será al contado o con el recargo de medio por ciento al mes que se demore, cumpliéndose todo religiosamente.

Si alguien quisiera, debido a su patriotismo, hacer este servicio gratuitamente, es decir, a coste y costas, además de redundarle la satisfacción del agradecimiento de la patria, la Academia le concedería la condecoración con el título de apoderado general y se le daría para los gastos de oficina aquella cantidad o gratificación que se creyera conveniente.

Son tiempos de dadivosas entregas, de generosa ayuda para lograr el triunfo definitivo. El Conde de Altamira ha cedido todas sus rentas desde el año 1809 hasta ahora al sexto ejército; a cambio, aparecer como un excelente patriota en el diario de sesiones de las Cortes era su máxima aspiración.

Y es que la situación en la que se encuentran los soldados y el Estado Mayor ha hecho entender a la Regencia que un modo de motivarles para la lucha, al igual que para los civiles es el ser reconocido su patriotismo, para los miembros de los ejércitos es ser premiados.

La comisión de premios de estas Cortes ha considerado así que la acción distinguida de un general en jefe será recompensada con una banda y una orla de laurel alrededor de la venera. Cuando este general en jefe repita su acción de valentía se le otorgará una pensión vitalicia de trescientos reales. Si esos rasgos de valor se repitiesen, su ejército deberá decir, a continuación de Viva la Nación y Viva el rey, Viva el General.

A los coroneles y demás jefes se les concederá por sus hazañas la cruz de oro, orla de laurel y pensión vitalicia de cientos cincuenta reales, a los capitanes cuarenta y cinco reales y a los subalternos cuarenta; a los sargentos se les concederá la cruz de plata y una pensión de tres reales diarios, que pasarán a su viuda e hijos menores; a los tambores, cabos y soldados dos reales diarios. Lo más importante es que a todos los premiados se les permitirá colocar en la portada de su casa una corona laureada y que el título de nobleza conseguido pueda pasar a sus hijos.

Cuando los generales y coroneles distinguidos por sus acciones continúen desempeñando con valentía su labor podrán convertir la cruz de oro en la coronada. Cuando es un regimiento o batallón el que ejecute la acción identificada como valerosa, se dará el premio solo a los individuos que han destacado en la misma. Sin embargo, al cuerpo se le otorga la posibilidad de llevar la divisa de su Orden y una corbata del color de la cinta. Se le abonará además cada año la cuota suficiente como para que puedan celebrar una función en la iglesia. Esto ocurrirá mientras que en el cuerpo existan miembros de los que participaron en el hecho.

Si el militar que merece el premio por su acción muriera en el transcurso de ella se probará a sus parientes, obteniendo su esposa una pensión mientras permanezca viuda. Si esta se casara pasaría a sus hijos varones hasta los dieciocho años y a las hembras hasta que decidan su estado. Si no tuviera hijos, ni estuviera casado, el premio y la pensión pasaría a sus padres.

No entiendo bien si estas concesiones aliviarán la dureza de la vida fuera de la familia y sin las comodidades que parecen no faltar a nadie en esta ciudad gaditana. Honores, medallas y orlas que frenen la desidia, el cansancio que provoca en los hombres el horror de la guerra, de esta guerra lenta que se prolonga ya por tres años y sin miras de acabar.

Al hilo del amanecer llegaron noticias de muerte. Un voluntario del retén de Puntales, tratando de huir del sofocante calor de estas noches de Agosto, fue arrastrado por la corriente mar hasta el baluarte de la segunda Aguada, donde uno de los soldados de guardia logró sacarlo del mar. Pese a lo cercano al hospital de la Aguada no pudo salvarse su vida, tan escasos recursos para el auxilio quedan en este hospital y aunque se le trasladó rápidamente al Real ya nada pudo hacerse por su vida. Si una sola máquina fumigatoria hubiera en ese hospital de la Aguada esto no hubiera pasado. La población de extramuros, estos hombres voluntarios que viven colgados de los reductos al mar, peligran constantemente. ¿De qué sirven entonces los descubrimientos de los hombres, si no puede hacerse uso de ellos en los momentos de necesidad? Qué mal resulta hablar de premios, escribir sobre ellos, cuando tengo que escribir sobre la muerte evitable de hombres valientes que no los obtendrán nunca. En un lugar rodeado de mar, envuelto en una ola constante, no es comprensible que un invento tan novedoso como esta máquina capaz de revivir a un ahogado no se encuentre.

Asuntos cotidianos, siempre relacionados con la guerra, que se mezclan con otros tantos más íntimos y secretos.

Diego de Ustáriz

Continuará

La Maquina Fumigatoria en la medicina de finales del XVIII

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