Confieso que hasta estos días no había entendido del todo el poder legitimador que pudo suponer el discurso de Juan Carlos I el 23-F. Me reía un poco, incluso, incrédulo de que aquella actuación pudiese añadir tanto a una monarquía ya legitimada doblemente por la Historia y la Constitución. Es que era muy niño en el 81. Estos días, sin embargo, mientras esperábamos el discurso de nuestro Rey, notaba su falta como un vacío que, cuando se llenase, quizá me explicaría para siempre, en mi generación y frente a nuestro desafío, esa tercera legitimidad de la Corona: la de su ejercicio en la hora oscura.

El discurso de Felipe VI ha sido extraordinario. Ha llamado a las cosas por su nombre, que es lo primero que hay que hacer en las situaciones confusas. La inteligencia le ha dado el nombre exacto de las cosas: de "deslealtad inaudita" ha calificado el comportamiento de esos responsables de la Generalidad con los que estaban queriendo dialogar unos y otros hasta ayer no más. Su discurso se ha cimentado en palabras fuerza: España, Estado, futuro, historia, convivencia, Derecho, serenidad.

Tan importante como lo dicho, el tono: firme. No ha nombrado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, pero seguro que se han sentido amparadas por un discurso que ha defendido sin titubeos ni equidistancias ni llamadas al diálogo la legalidad y el orden constitucional. Ha sido especialmente cálido con los catalanes que sufren la deriva en su tierra. Llevo semanas obsesionado con hacerles llegar mi cariño, pero ha sido el Rey, al decirles que no están solos ni lo estarán, el que nos ha representado a todos. En esa capacidad para encarnar la solidaridad nacional también reside su legitimidad.

Hasta ayer mismo, cuando escribí que sólo la declaración unilateral de independencia podría hacer reaccionar a un Gobierno noqueado, me resignaba a que las cosas tuviesen que ir a peor para mejorar. Hoy no hace falta, y es otro gran mérito del Rey. Si los políticos constitucionalistas no son capaces de oír en su discurso una seria llamada a la acción, es que están sordos o se lo hacen. El discurso del Rey tiene, entre otras virtudes, la de relevarnos de la necesidad de empeorar más. Deberían bastar sus palabras para que los poderes del Estado se pusiesen a trabajar urgentemente y llevasen a la práctica en toda su extensión la deslegitimación sin paliativos del procés que ha hecho el monarca.

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