de poco un todo

Enrique García-Máiquez /

Matar al mensajero

Qué poco airoso debe de vérseme matando mosquitos: la bofetada me la pego yo y la sangre derramada, si hay suerte, es la mía. Que, para colmo y por si me quedara alguna veleidad aristocrática, es roja escarlata. Veleidades aparte, el hecho es que los mosquitos han llegado de golpe y porrazo.

Y como los japoneses a los americanos en Pearl Harbour, nos han cogido por sorpresa. Es una comparación brutal, lo sé, pero desvelado a las cuatro de la mañana no se me ocurre otra. Para tratar de relajarme, cuento, en vez de ovejitas, métodos de aniquilación o, al menos, de neutralización de los mosquitos: sprays de distintas marcas, pastillas eléctricas, varitas de citronela, velas aromáticas, pegatinas, repelentes, mosquiteras y, finalmente, por supuesto, palmetazos, que es la única que está al alcance de mi mano en esta noche que no se acaba nunca.

Siempre me pareció bastante salvaje esa broma tan del gusto de Quevedo de beberse el mosquito que había caído en el vino. Supuse que era una celebración del vino a toda costa, pero ahora lo entiendo: hay un dulce regusto a revancha contra el mosquito en sí, al que se paga con la misma moneda. La venganza es un trago que se bebe frío.

Me pongo, en consecuencia, a enumerar con agradecimiento los animales que se comen a los mosquitos: las gozosas golondrinas, las mayestáticas salamanquesas, los sabios sapos, las hacendosas arañas y los murciélagos. Pensaba que los murciélagos eran los trapos con que se limpiaba de todo resquicio de luz el aire de cada tarde, y por eso les guardaba un poco de inquina, amén de por la novela de Bram Stoker. Pero Transilvania pilla a trasmano, y lo que en verdad hacen los nerviosos murciélagos, Dios se lo pague, es tragarse todos los mosquitos que pueden, que nunca serán muchos. Poniéndonos shakesperianos, los mosquitos son, con sus trompetillas, los primeros heraldos del verano. Qué lástima, con lo que me gusta el verano y con lo injusto que queda eso de matar al mensajero. ¿No tendría más justicia poética que los dichosos mosquitos anunciasen -reparen en las fechas- la campaña de Hacienda? Motivo de más para comprar mañana mismo los insecticidas. Aquellos viejos varones virtuosos que decían que el mundo no es más que un ruido de moscas, se confundían. Es un zumbido de insaciables mosquitos. Zumbido que ayudaba a dormir, sin embargo, a la madre de Rafael Alberti. Su hijo lo cuenta en La arboleda perdida, aunque estando en ese libro de recuerdos un tanto transformistas, no sé si será una anécdota auténtica o una boutade materna sublimada. También es cierto, me lamento mientras la dudosa luz del alba se cuela por las rendijas de la persiana, que nuestra generación, criada entre caricias, entre caricias de Aután, entre otras, es como la princesa del guisante: muy sensible y quejica. Desacostumbrados, hasta una noche con mosquitos nos parece el lecho de un faquir.

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