DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Cristina Moreno

NO puedo pensar, desde que me enteré de su muerte, en otra cosa, ni aunque me ponga a leer a propósito páginas lejanas y densas. Abro el Nuevo Glosario de Eugenio d'Ors, y, hasta ante una glosa de 1922 dedicada a madame Curie, vuelvo a recordar a Cristina. Empieza d'Ors: "Reconozcamos que, para la causa del feminismo, es mucho más práctico que una dama, como hace doña Elvira Suffern en Montevideo, imprima a Platón y a Pascal, que el que una sufragista deteriore, de un tijeretazo, un cuadro de la National Gallery". Y enseguida me digo que Cristina Moreno ha hecho por la conciliación de la vida familiar y profesional más que cualquier programa político.

Profesionalmente fue excepcional: estudió a la vez Derecho y Música, y ganó muy joven (mucho antes que yo, que tenía su edad) las oposiciones de profesora de enseñanza secundaria en la especialidad de música, donde ha ejercido con una dedicación ejemplar. Por nada de esto, sin embargo, dejó de estar siempre pendiente de Luis, de sus seis hijos, el último recién nacido, y de sus padres y hermanos, y de sus amigos… Seis hijos, sí, han leído ustedes bien.

¿Cómo lo hacía? Lo explicó perfectamente el padre Angulo en el funeral: gracias a su entrega. Hay alturas que sólo se logran con un anonadamiento secreto y voluntario. Muchos años antes de este terrible e inesperado desenlace, Cristina ya había dado su vida sin guardarse nada a su marido y a sus hijos, y a Dios. Todo (lo personal, lo familiar, lo profesional) lo ha llevado para adelante con una intensidad incansable. Lo que ha pasado sólo sirve para abrirnos los ojos hasta hacernos daño, pero el abandono de Cristina era absoluto desde hacía mucho tiempo.

Otra cosa sí saltaba a la vista: su alegría. Daba gusto saludarla, circunvalada de pequeños satélites rubios, sus hijos, que entraban y salían de una furgoneta inmensa. Con sólo charlar con ella unos minutos -el tiempo de ponernos al día- te regalaba su felicidad luminosa para muchos días. Tengo fresca la experiencia: la saludé, con todos los suyos, hace unas semanas, y luego me fui pensándolo y se lo conté después a mi mujer: "Qué felicidad contagian, qué milagro".

Esa alegría suya, que se te quedaba dentro porque venía del fondo, estoy seguro de que no se nos acabará nunca. Ni a nosotros, los que intercambiábamos con ella unas palabras cuando teníamos la suerte de encontrárnosla, ni a su marido ni a sus hijos. Les hace ahora a ellos muchísima falta, porque se les ha venido encima una pena muy grande, pero ellos gozaron de la suerte de tratarla íntimamente a todas horas, y tienen bien dentro su sonrisa invencible.

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