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De poco un todo

Enrique García-Máiquez

Amenidad

CUANDO mi alumna Miriam Sánchez comentó: "Huy, qué bien, qué rápida se ha pasado la hora. Ha sido una clase muy amena", a mí se me hizo un nudo en la garganta. Disimulé, por supuesto, escondiéndome tras un poco de sentido del humor y otro poco de pedagogía. Le reprendí: "¿Piensas que ésa, querida discípula, es la manera correcta de dirigirte a tu desgañitado profesor? Cuánto mejor hubiese sido que exclamases: '¡Oh, qué lástima, ya se ha acabado esta clase, con lo mucho que estaba aprendiendo, y lo profunda y sabia que ha resultado!'". Luego, no pude resistirme a la tentación de preguntarle si la palabra "amena" la usaba con frecuencia. "Casi nunca", reconoció, "creo que es la primera vez". Otra vuelta al nudo de mi garganta.

Mi historia con la amenidad tendrá su prehistoria, seguramente, pero yo empecé a ser consciente de ella con la primera carta que le mandé a la que ahora es mi mujer. Fue una carta de la era pre-cibernética, pensadísima, con un esquema previo, uno o dos borradores, pasada luego a limpio en nueve cuartillas y con mucho cuidado con mi caótica caligrafía. La encabezaba un "queridísima Leonor". Y fue, sobre todo, una carta metafísica, donde dejaba transparentar mi visión del mundo, además de mis evidentes pulsiones sentimentales. Ella me contestó con una breve nota que empezaba con un "Hola, Enrique", y en la que calificaba, para mi asombro y decepción, mi interminable epístola como… "bastante amena".

Desde entonces me he estado fijando; y el adjetivo me persigue implacablemente. Cuando un amable lector, que me ha parado en la calle para animarme con estos artículos, que escribo sudando tinta como un chino, busca un adjetivo que me describa, el primero que le sale es "ameno", porque es muy amable, como digo. Los críticos literarios -puede comprobarse en las hemerotecas- también recurren para describirme, cuando lo hacen, a la amenidad. "Más vale ameno que muermo", me murmuraba yo, mecido por la música de la aliteración y por la humildad a la fuerza. Aunque eso no explica, ni mucho menos, el nudo en la garganta ante el comentario de mi alumna.

Eso sólo lo explica que hace unas semanas salía de una conferencia que había impartido mi señor padre. Coincidí en la escalera con una amiga de mi madre, que después de las alabanzas de rigor, añadió: "Y la charla ha sido, además, muy amena, que es lo primero que tu madre me preguntaba después de las intervenciones de tu padre. Ella tenía siempre esa preocupación". Se me nubló la vista. ¡Entonces esa amenidad que todo el mundo me veía yo la llevaba en la masa de la sangre! Era una preocupación materna. Sin darme cuenta y sin querer, cumplía (cuando cumplía) con la máxima aspiración estética de mi madre: no aburrir jamás al prójimo. "Dichosa la rama que al tronco sale", me autobendije. Y ahora sólo aspiro a que este artículo le haya parecido a usted muy ameno. Con eso me basta.

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