Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

El látigo

SANTIAGO Páez, compañero de piso en la Universidad, se dolía con una frecuencia de que tal chica o tal otra, "le había castigado con el látigo de su indiferencia". A él o a mí. El látigo se convirtió en latiguillo de nuestras conversaciones, e incluso tratamos de manejarlo también nosotros, aunque nos hacíamos un lío. Es imposible ser indiferente con quien tienes interés en serlo.

Desde entonces, sé que en mis manos la indiferencia es un látigo sin mordiente. Y lo siento mucho porque propendo. Siendo la crítica literaria una de mis pasiones, no tengo paciencia ni fortaleza para leer aquello que no me gusta. Y, sin leer lo malo, te falta la perspectiva y tampoco puedes advertir bien del peligro al público. El problema es que hay que ser bastante masoquista, para darte una sesión de tortura leyendo, y luego sádico, para escribir contra quien ya tiene bastante con su propia literatura. Baudelaire perdió su vida por delicadeza; yo, la posibilidad de ser un crítico literario comme il faut.

Reflexionaba así el domingo, dividido entre mi deber como columnista, que me impelía a ver el mano a mano de Évole y Otegui, y mi instinto de conservación, empeñado en evitarme tan amarguísimo trago. Venció mi instinto. Jamás he visto un programa de Évole, tratando de manejar el látigo de la indiferencia. Contaba hace poco que me pasa lo mismo con la corrupción, aunque ahí no tengo tanto cargo de conciencia porque ya se encargan los jueces y la policía de poner pie en pared. Aquí mi indiferencia es más culpable, por inútil. Ya tienen bastante ustedes con lo que escribo como para llevar, encima, cuenta de mis silencios. Es pedirles lo excusado.

Oía, por detrás del muro de Facebook, con el tamiz de Twitter, algunas contestaciones de Otegui y las reacciones de Évole, y sentía dos tirones. El que me alejaba del televisor y el que me llamaba al cumplimiento del deber. Perdió el deber, pero debería haber vencido mi repugnancia para marcar adonde han llegado las aguas sucias de la doble moral, del desprecio a las víctimas, de las inevitables complicidades subterráneas entre las izquierdas radicales y del eufemismo que blanquea la historia. Verdad que, si ninguno de los que se confiesan asqueados viesen el programa, caería por falta de audiencia. Pero el columnista tiene que aguantar, enhiesto; y no estuve allí, ay, Baudelaire. Por delicadeza (de estómago), perderé también el articulismo.

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