De poco un todo

enrique / garcía / mÁiquez /

Loa a la ambulancia

YA oscureciendo, iba con el coche lleno de niños propios y ajenos a entregar a los ajenos a sus descansados progenitores. Saliéndome de la ruta, fui a dejar mi móvil en el servicio técnico. En consecuencia, iba ensordecido y estresado. (Lo digo como excusa). Al pasar por la plaza de toros, vi a un hombre, quizá un mendigo, tirado, arrebujado contra el muro, como si hubiese buscado las tablas, quieto, a la intemperie. Lo supuse dormido y borracho. Volví la vista. Al otro lado de la calle, dos o tres tipos, con aire andino, lo observaban con una curiosidad mineral. No le di más vueltas: aparqué y corrí a mi tienda de telefonía.

Al rato apareció una ambulancia a toda prisa. Los que yo había tomado por simples curiosos le hacían señales. Ellos habían llamado a Urgencias. Me ruboricé como la alarma de la ambulancia. Recordé de golpe la parábola del buen samaritano, que encajaba como un guante.

Ay, como un guante de boxeo.

Hace tiempo, con ánimo más optimista, me monté la teoría de que, para que algo salga mal, hay que haberse equivocado varias veces, porque en cada percance, cuando uno luego lo reflexiona, encuentra un puñado de imprudencias propias superpuestas. Ahora pienso que hacemos tantas cosas mal a lo largo del día, que, cuando al fin sucede algo, resulta natural encontrar nuestro montón de equivocaciones encadenadas. Cuántas culpas a cada paso: andamos entre descuidos, desintereses, inconciencias e insensibilidades.

Extraída la lección moral, deducida la teoría metafísica, me di una limosna de consuelo. Pensé entonces que esa ambulancia -seguían reanimando al hombre tendido- y esos entregados profesionales sanitarios los pagamos con nuestros impuestos. De un modo muy indirecto y anónimo, yo, tan poco pendiente, estaba, sin embargo, en una mínima proporción, socorriendo al hombre que desatendí.

Aquí a menudo he protestado de la presión fiscal que asfixia a la clase media, y lo seguiré haciendo, en legítima defensa. Pero también he defendido la racionalidad, la curva de Laffer y que el recorte del gasto tendría que producirse en la estructura administrativa, en los abusos con el dinero público y en tanto floreo político. Hoy necesito dejarlo todavía más claro, sin miedo a la obviedad: hay una parte importante de nuestros impuestos que no sólo son necesarios, sino que son redentores. Nos salvan de nuestra indiferencia y de nuestra impiedad. Ésos, benditos sean.

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