de poco un todo

Enrique García-Máiquez /

Bravo

CUANDO estaba pensando qué repugnantes eran las celebraciones alrededor del cadáver de Gadafi, empezaron aquí las celebraciones porque una banda terrorista haya tenido la deferencia de volver a decir que dejará de matarnos; y yo seguí como estaba, pensando. La caída de un tirano o que unos asesinos vayan a dejar de apuntarnos son ciertos alivios, pero estas formas los descomponen, el contexto los contamina, el futuro los enturbia y el jolgorio, en todo caso, en los dos casos, está de más. Como tantísimo palabreo político, teniendo como tenemos las palabras de las víctimas del terrorismo, que nunca están de más ni de menos, que son las justas. Lo que ellas digan, yo lo firmo. En cambio, hay noticias que, siendo tremendas, gracias al espíritu de superación del hombre, acaban volviéndose un motivo de verdadero orgullo, y se deben celebrar. No hablo del "¡Viva España!" de los héroes de Fukushima en el premio Príncipe de Asturias; ni del discurso de Cohen y su gratitud a su primer profesor de guitarra, un español, ni del recuerdo de Muti a la labor de nuestro país en Nápoles, que nos permiten atisbar la verdadera dimensión de España vista desde fuera, sin los localismos que aquí nos cortan las alas. Esos son hechos felices tanto en el fondo como en la forma. Y yo pienso aún en las declaraciones de Juan José Padilla en el hospital, tras su espantosa cogida. Al oírle, decidí sacar a ondear el pañuelo de esta página para pedir para él las dos orejas y el rabo; y no voy a dejar que unos delincuentes y sus palmeros y merodeadores nos distraigan, aunque se hayan comido ya, como suelen, medio artículo. Decía Juan Ramón Jiménez que "Escribir no es sino una preparación para no escribir". Oyendo a Padilla se veía que el toreo ha sido la ascética por la cual puede ofrecernos ese ejemplo de integridad personal y de nobleza. "El toreo me ha dado mucha grandeza", afirmó, y lo demostraba con los hechos. No guarda rencor al toro ni a su oficio. Agradeció a los médicos su labor, a los taurinos su apoyo y a los amigos y conocidos su cariño. Juan José Padilla ha conocido tardes de triunfo, pero ésa, ya sin necesidad de toro ni de banda de música, ha sido una faena vibrante y gloriosa. Ella sola justifica la existencia de la fiesta como preparación moral para aguantar el arreón del destino sin descomponer la postura ni dar un paso atrás, templándolo y mandándole. Sueña Padilla con volver a vestirse de luces y, si él lo quiere, yo se lo deseo, pero falta no le hace. Como quería Juan Ramón para los poetas, él ya ha llevado el toreo a su máxima expresión, en la que nos sobra todo menos el alma y la emoción. Han dejado de ser necesarios los apoyos del toro y la muleta. El maestro ha demostrado que ante la negra adversidad y la fuerza bruta siempre cabe la postura gallarda, el valor y la inteligencia. Que el espíritu -si se tiene- se impone al instinto.

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