la tribuna

José Eduardo Muñoz Negro

Dioses, mercados y hombres

EL Papa se ha vuelto a Roma, pero no nos deja confortados, sino más cerca de los mercados y menos de Dios. Nos deja en manos de la verdadera religión, la del mercado. Nos encomendamos no al apóstol Santiago, patrón del Reino de España, sino al Íbex 35. Prima de riesgo, ora pro nobis. De hecho, no es extraño que en los billetes de dólar aparezca la expresión: In God We trust (en Dios confiamos). Sólo que si quedaba alguna duda de qué dios se trataba, ahora ha quedado definitivamente disipada. No se engañen. España no es católica ni laica, es simplemente una sociedad mercantil de destino en lo universal, que dirían algunos. En manos de unos dioses que como los de los antiguos mexicas, exigen sacrificios humanos para mantener el orden del cosmos. En este caso, del cosmos financiero.

La falta de autenticidad del cristianismo conservador dominante, más preocupado por la anticoncepción que por la emancipación del género humano, no es ajena al retroceso de la democracia, la igualdad y la libertad ante el mundo del dinero. Más bien lo contrario, el cristianismo conservador apuntala una religión sacrificial que nos devuelve al tiempo del mito. Por mucho que Benedicto XVI pueda criticar a los mercados, lo que más pesa en el discurso son unas estructuras que legitiman la falta de democracia interna y la subordinación a un dios que exige sacrificios y obediencia acrítica. Seguridad a cambio de libertad. Se anula el potencial crítico de los Evangelios preparando así el terreno para la verdadera deidad que nos gobierna, unos mercados cuya ira hay que aplacar, como se hacía en el pasado con la ira de los dioses.

Las apelaciones a la ética, sin plantear cambios estructurales de fondo, se convierten en la práctica en una coartada ideológica de discursos sociales profundamente regresivos. Sin democratización interna, el discurso crítico de la Iglesia Católica sobre la economía no tiene ninguna credibilidad, aunque sea verdadero. A Dios rogando y con el mazo dando. Queda un dios siempre menor, interpretado, administrado y domesticado por el Vaticano dentro de unos límites que no puedan cuestionarle. Todo se queda en buenas y sanas intenciones. Por eso no extraña que aunque la doctrina social de la Iglesia sea mucho más crítica con el capitalismo y el liberalismo que con el socialismo democrático, en la práctica la Iglesia siempre se inclina por los partidos conservadores. Lejos, muy lejos de la laicidad y la lucha por la justicia que el Evangelio exige.

El neoliberalismo ha colonizado el lenguaje y unas prácticas que a uno le hacen preguntarse hasta dónde hemos llegado. Se habla de los mercados con el mismo lenguaje antropomórfico con que los griegos hablaban de sus dioses. "Confianza, tranquilizar, aplacar, rescate, sacrificios…" Son términos que ya no son propios de la religión o el mito sino que encabezan los titulares de los periódicos y las páginas salmón de la prensa. Todo un discurso sobre la inevitabilidad del destino, la impotencia y la sumisión a los designios superiores de unos mercados arbitrarios y celosos de sí mismos. Es la sustitución de la política por el oráculo, del parlamento por el altar sacrificial.

Aparecen nuevos santones, gurús y clérigos del mundo de las finanzas que marcan el estado del ánimo de la colectividad. La Bolsa como el termómetro emocional de una economía alejada de los problemas de los seres humanos. Si se puede realizar una buena operación especulativa, ¿qué es un parado más sino uno de esos puntitos que desaparecen?, como comentaba desde lo alto de la noria de Viena el protagonista de El tercer hombre sobre sus víctimas.

¿Para qué vamos a esforzarnos en elaborar y desarrollar planteamientos políticos si está todo dicho? Si nos portamos bien y tenemos unas finanzas públicas castas y puras los dioses nos recompensarán y castigarán a otros. El neoliberalismo y sus políticas nos han dejado un mundo en el que estamos cada vez más en manos de amos anónimos, no elegidos democráticamente y a los que no podemos exigir responsabilidades, sino al revés, ellos son los que exigen responsabilidades a gobiernos elegidos democráticamente. Hemos vuelto a la tragedia griega, pero el papel de héroe prometeico que vuelva a robar el fuego a los dioses está vacante. Y para distinguirnos más y mejor, ahora llega con alevosía estival la idea de situar como santo precepto constitucional el límite de déficit público. Todo sea con tal de ganarnos el favor de los dioses hasta que vuelvan a estar sedientos de ira, que será muy pronto.

El Papa ya se ha ido, Zapatero se irá también, y como aquel tampoco nos dejará confortados, sino más cerca de los mercados que del socialismo democrático.

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