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San Fernando

Pienso, luego no existo

  • No pensar es el precio para existir, porque si piensas estás muerto. Civilmente hablando, claro, pandemias aparte

Si Descartes dijo: "Pienso, luego existo", eso sería allá por el siglo XVII; hoy, el que se atreve a pensar por sí mismo, lejos de ideologías y consignas, está expuesto a ser borrado civilmente de la circulación; luego el título de hoy está más que justificado. La obligación del personal de a pie consiste en obedecer y sus derechos se limitan a concesiones administrativas; no insista, ¿no comprende que si no se es borrego puede estar en la picota incluso por los que hasta ayer decían ser sus amigos?
Nunca como ahora fue tan fácil convertirse en cacho de carne, basta con admitir, sin cabreos inútiles, que se ha perdido la condición de ciudadano para estar estampillado como súbdito, a la misma altura que cuando los súbditos no pasaban de ser siervos de la gleba, con el agravante de que hoy, al tener más fuentes de información aunque sea torticera, la ignorancia de entonces, que servía para obedecer sin rebeldía, en la actualidad resulta más penosa porque hay que tragarse el sometimiento a sabiendas; pero no se apure, nada va a venir para remediarlo, su obligación es no pensar y mucho menos expresar libremente lo que en su mismidad se atreva a razonar.
Hace años tuve que acercarme a la heráldica. Me habían encargado el dibujo de los escudos nobiliarios de dos apellidos ilustres, eso que en leguaje heráldico se llama acolar.  Me llamó la atención el lenguaje y la simbología. Mientras me documentaba fui de sorpresa en sorpresa y una de ellas fue cuando en uno de los cantones de uno de los escudos figuraban calderos. Como entonces no había Google, sólo el Espasa podía echar una mano. El caldero era el símbolo de capitán de mesnada y su número representaba cada cuerpo de ejército sostenido o mantenido por el noble de turno. No conseguí  averiguar cuántos hombres componían cada cuerpo.
Creo que alguna ocasión me he referido a la fuerte impresión que tuve cuando conocí Castilla la Vieja; sí, aquella de las ocho provincias anterior al mamoneo de las Autonomías actuales: Burgos, Valladolid, Palencia, Ávila, Segovia, Soria, Logroño y Santander. Siempre recordaré aquellos pueblos en medio de la nada, casas tristes rodeando algún castillo o alguna iglesia. Casas donde vivían los siervos al servicio del señor, esos que el señor movilizaba a su voluntad para formar los cuerpos de ejército cambiándoles la azada por la espada en aras del servicio a su rey o a sus ansias de conquistas.
Hoy no se estilan ni los escudos ni las espadas, hoy basta con las armas que conceden los poderes, mucho más sutiles que los que ostentaban los feudales. No hay espadas, hay votos. Y siervos de la gleba a los que se les prohibe pensar por sí mismos, a los que mantienen, salvando las distancias, con la misma precariedad de entonces, con lo mínimo para sobrevivir en la precariedad y sin más esperanza que el amo de turno dure lo máximo posible, que una limosna se le da a cualquiera y peor se está a la intemperie.
No pensar es el precio para existir, porque si piensas estás muerto. Civilmente hablando, claro, pandemias aparte.

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