Tribuna

esteban fernández-hinojosa

Médico

El rey desnudo

El rey desnudo El rey desnudo

El rey desnudo / rosell

La alarma social que generó la crisis en sus comienzos sorprendió a los sanitarios, y entre ellos a los médicos: así vimos a algunos aventurándose con opiniones de toda laya en redes y otros medios, y a las mismas instituciones científicas cambiando en poco tiempo sus orientaciones. La comunidad académica parecía perder -paradójicamente- su unidad, se fragmentaba con el diablo de los intereses esotéricos, y también con divergencias fundamentales. Entre tanto, la vieja idea de Popper sobre la finitud de la verdad científica pegaba fuerte: cada nueva verdad aparecía como hipótesis con fecha de caducidad, esto es hasta el día en que se demostraba su falsedad. En realidad, la verdad científica aparece con cada nuevo error que se corrige. Reflejo de un universo deslavazado, el mundo de la investigación comenzó a parecerse un poco a una cancha sin árbitro en la que apenas se cumplen las reglas del juego. No recuerdo en qué librito de filosofía instantánea -esos que se escriben en pocos días sobre la epidemia, y elevan cada instante de la actualidad a categoría universal- leía lo siguiente: "El rey está desnudo, aunque sea médico". La fábula de Andersen con ese título recoge una burla de la tradición literaria europea aludiendo a verdades que, aunque evidentes, son negadas por la mayoría. Y es que, aun pertrechados con equipos de protección, los médicos nos sentimos desnudos ante el virus. Al lado del enfermo profesamos respeto y humildad, y también una caridad sin máscara que en la cercanía del abismo hace sentir en el cuello un aliento helado. No está mal el reconocimiento de los profesionales de la salud, pero conviene no convertir al médico en héroe dotado de poderes mágicos. La ejemplaridad de la vocación del cuidador en la sociedad de servicios que se avecina quedará reconocida con un salario justo.

Cuenta Juan Arana -en su reciente y breve ensayo Teología para incrédulos, quizá el más íntimo de los libros de este filósofo de la ciencia, tan alejado de las frivolidades en los medios- que el ilustre jurista Álvaro d'Ors se quejaba así: "¡Antes, te jubilabas y te morías tranquilamente! ¡Pero, ahora, los médicos no te dejan!". Ahora los médicos sustituimos las filípicas por el silencio de los medicamentos y las pruebas, y con ello tensamos un poco -como dice el autor con ironía- la caja de las pensiones. Sin embargo, la crisis del siglo sigue dejándonos un reguero de incógnitas sobre la enfermedad: desconocemos cuándo o cómo ocurrió la transmisión a humanos, cuándo comienza y acaba su periodo de contagio, o cuánto dura su inmunidad. Y mientras la incertidumbre persiste, las viejas lecciones empujan: las verdades absolutas no pertenecen al reino de la ciencia; las teorías se desmienten conforme aparecen nuevos descubrimientos o nuevas perspectivas de la realidad. En cambio, la frase que dice que toda verdad es relativa se desvanece en su misma estructura.

Tras varias generaciones sin sufrir guerras hemos perdido la conciencia de mortalidad; una nueva complexión mental puede despertar del sueño que ve en la muerte un problema técnico de pronta solución, para percibirla como una realidad suprema, diferente de otras. Quizá acabe engullendo los sueños transhumanistas. Alcanzar la edad de los Patriarcas es posible, pero doblarle las rodillas a la Parca no. Los virus más prevalentes del cuerpo humano no son los que infectan sus células, sino a las bacterias que viven en él y regulan su equilibrio; ambas presencias son parte de la vida y la salud humana. Habrá que gastar cuidado afinando el tiro con antibióticos y antivíricos en estas lides. Por otro lado, algo tan inédito como el reciente experimento de millones de personas confinadas, compartiendo sus vidas a través de Zoom, ha demostrado ser una experiencia no apta para nuestra naturaleza. Muchas familias se destruyeron, otras descubrieron el significado del hogar como lugar sagrado, como un pequeño cosmos donde experimentar el orden y la belleza. Pero el progreso de la aventura humana se da si la chispa divina no queda encerrada, si lo más íntimo de cada uno se revela en el valle de la experiencia cotidiana, en los lugares de tránsito y cruces de caminos. No conviene convertir la salud en obsesión social, y reducir el paradigma de la acción política a mera gestión sanitaria, que como sabemos consistirá otra vez en recluir las libertadas fundamentales. Podríamos creer, como Lucrecio, que los principios de la materia carecen de razón, y quedarnos exhaustos frente a los jinetes apocalípticos de los rebrotes o el desempleo que sacarán sus trompetas al rotar de la estación. Con todo, en el anverso de mis angustias late una esperanza en la ciencia, capaz de imaginar horizontes anchos y luminosos con que poner algo de orden en esta novedosa imperfección del mundo.

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