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Desde hace algunos años me llama poderosamente la atención la vigorosa fuerza de la cancelación. Y cómo es capaz de modificar los pensamientos y las conductas de las personas. No es nada nuevo, ciertamente; pero su extensión es hoy muy notable. En un tiempo como el nuestro, tan experto en utilizar eufemismos para evitar los nombres ordinarios de las cosas, hay que entender la cancelación como el equivalente a limitación externa al sujeto de su libertad de expresión y de pensamiento.
Sucede que actualmente este contenido es demasiado duro para ser aceptado por nuestros conciudadanos. ¿Acaso una parte sustancial de la lucha entablada desde el siglo XIX, hasta casi el día de ayer, no ha sido el combate a favor de la libertad de pensamiento, creencia y expresión, en contra de los absolutismos primero y de los totalitarismos y dictaduras después? ¿Acaso no ha sido la libertad incorporada como un derecho a los grandes tratados internacionales, los Derechos del Hombre y las constituciones de numerosos países?
Hoy se practica continuamente la cancelación, pero ninguna autoridad desea ser acusada de llevarla a cabo. Felizmente, la pérdida del derecho a dichas libertades no ha sido plena. Se admiten publicaciones y manifestaciones de toda índole que avalan la resistencia de esa conquista a morir. Sin embargo, no debemos ser ingenuos y desconocer que los métodos de ejercer la cancelación y la censura han variado sustancialmente.
Primero ha sido el referido cambio de denominación del fenómeno, después el establecimiento de una lectura, de un relato (nuevo palabro de moda) de la realidad y de nuestro pasado, de carácter oficial. A través de diversos medios, gracias a la existencia de una sociedad muy globalizada, de miembros poco leídos y de formación, cuando existe, muy especializada, este tipo de relato se ha convertido en atmósfera, en cultura dominante, que la mayoría del público ha asimilado y desde los cuales ve los acontecimientos y juzga. De manera que los poderes fácticos y sus portavoces políticos han conseguido un apoyo tácito a sus pretensiones, a su propia ficción, sin necesidad de utilizar la fuerza. Ya no es necesaria una represión aparatosa, llamativa, chirriante, contra quienes discuten o se oponen a dicho relato o discurso, sino que cada persona, sin necesidad de una reflexión más profunda, juzga, acepta o rechaza según lo que ha asimilado previamente, sea de forma consciente o no.
Se ha reforzado asimismo la autocensura: se es consciente de lo que no debo ni puedo decir abiertamente, de palabra o por escrito y, por tanto, debo callar, aunque sepa que es verdad. Lo practican no solamente los particulares, sino también las instituciones y, particularmente, sus representantes; las empresas, sean editoriales, de comunicación o de otro tipo, etc. Basta, por ejemplo, con ver las temáticas dominantes en Literatura o Historia que llenan las publicaciones. Para evitar problemas o por ejercer un mayor atractivo o gancho con el público, me adapto a lo que se me pide y a su demanda.
A través de este mecanismo psicológico se evita una intervención contundente o cautelar de los vigilantes de la ortodoxia oficial de turno, así como la estigmatización, la elevación a la categoría de bulo o fake news (nuevos palabros hoy de moda) e, incluso, el rechazo de muchos conciudadanos. ¿Se imagina el lector alguien defendiendo que Franco no fue tan malo, ni la II República tan buena como los pintan; o que afirme no ver tan claro eso de la llamada inclusión, de la sostenibilidad o el manido cambio climático, por citar solo algunos ejemplos hoy vivos? La gente sabe lo que conviene decir, y procura evitar opiniones inconvenientes que contradigan el discurso oficial. Hay, qué duda cabe, de manera creciente, grupos que se rebelan contra esta tiranía, pero todavía su capacidad para influir es reducida.
Es asombrosa la fuerza y el poder de la cancelación ejercida desde el poder para disciplinar y favorecer la práctica de la autocorrección y los silencios sobre determinadas opiniones; la renuncia a la verdad por temor a la represión o a pecar de inactual, incluso entre quienes debieran defenderla más decididamente. Y no solo eso, sino la instalación en el engaño, la aceptación o el silencio ante los recortes a la libertad de expresión, erigida como uno de los pilares básicos del sistema democrático.
Hay miedo a perder la reputación, a perder el trabajo o el puesto, a frenar la autopromoción, al rechazo del grupo, al ostracismo, a significarse. Miedo humanamente comprensible, pero que nos aparta progresivamente de la verdad y la objetividad. Por eso, todavía hay poca gente que las busque: el pragmatismo vence al riesgo y, en una cultura líquida como la nuestra, la mentira practicada habitualmente se convierte en verdad. Y si además no hay temor de Dios con mayor motivo.
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