Tribuna

Antonio Narbona

Catedrático de Lengua Española Correspondiente de la RAE en Andalucía Miembro de la RASBL

Medio siglo del ALEA

¿Cuántos andaluces podrían reconocer hoy los diversos tipos de arado (romano), a los que el ALEA dedica una decena de mapas y docenas de dibujos ilustrativos?

A mediados del siglo pasado, el aragonés (aunque nacido en Benicarló, Castellón) Manuel Alvar y el salmantino Antonio Llorente (a ellos se unió después el granadino G. Salvador) recorrieron -casi puede decirse patearon- las tierras andaluzas, a la caza y captura de nuestras peculiaridades léxicas y de pronunciación. Fruto de esa labor, que, con las condiciones de la época, puede calificarse de titánica, fue la aparición, entre 1961 y 1973, de los seis tomos del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA). La Junta de Andalucía publicó una edición facsímil en tres volúmenes en 1991. Nadie ha recordado que este año se cumple medio siglo del ecuador entre ambas fechas, al igual que pasó desapercibido en 2011 el cincuentenario del primer volumen, y, me temo, lo mismo ocurrirá cuando en 2023 hayan transcurrido diez lustros de la salida del último. En cambio, todos los medios de comunicación andaluces, escritos y audiovisuales, en bastantes casos de forma destacada, y en alguno en portada, han dedicado una gran atención en lo que va de 2017 a la ocurrencia de dos jóvenes filólogos de crear una Academia Andaluza con el fin de "defender el habla andaluza" o a la publicación de Er Prenzepito, traducción de la célebre obra de A. de Saint-Exupéry al andalú, mejor dicho, al algarbeño, la variedad de la zona de Miha / Mixa (es decir, Mijas, provincia de Málaga), de la que es natural quien la ha llevado a cabo, Huan Porrah Blanko (así firma). ¡Si los autores del ALEA levantaran la cabeza!

Nada justifica el olvido o desconocimiento de una obra pionera que resultó del gigantesco esfuerzo de quienes se empeñaron en dejar retratada en casi dos mil mapas y numerosas ilustraciones una realidad lingüística. Sin su contribución no hubieran sido posibles las más de dos mil publicaciones posteriores sobre las hablas andaluzas. Es verdad que muchas de las expresiones recogidas en el ALEA han dejado de usarse. En la Andalucía actual, que poco tiene que ver con la de entonces, han desaparecido los objetos o actividades que designaban. ¿Cuántos andaluces, y no sólo jóvenes, podrían reconocer hoy los diversos tipos de arado (romano), las formas de llevarlo, sus partes y piezas…, a todo lo cual se dedican en una decena de mapas y docenas de dibujos ilustrativos? Pero el ALEA, lejos de ser simple arqueología, nos enseña, entre otras muchas cosas, a trabajar con rigor y a no adjudicar la etiqueta de andaluz a ningún fenómeno sin haber comprobado antes su extensión y alcance. Hoy, por el contrario, asistimos a una avalancha de descripciones, juicios y valoraciones del habla andaluza apoyadas en sentimientos y emociones, no en datos. Aparte de los no pocos que se refieren a la lengua andaluza, ha habido quien ha escrito que Andalucía perdió su gran ocasión "de elevar el habla regional a la categoría de lengua escrita literaria entre 1900 y 1936", porque García Lorca, Machado, Alberti o Juan Ramón Jiménez "se dedicaron a escribir en castellano", sin que se haya producido reacción alguna. Un catedrático de Lengua y Literatura asigna al andaluz el papel de "vanguardia del español", por "contar únicamente con 17 fonemas consonánticos" (frente a los 19 del castellano), y nadie se inmuta. Otro sostiene que tal vanguardismo se refleja en la "claridad para expresar llanamente lo que nos apetece y en la economía para hacerlo más breve", y no genera ningún comentario. Incluso, como he dicho, no falta quien pretende inventar una escritura propia, a sabiendas de que de nada y para nada va a servir, y se queda tan fresco ¿La culpa? Repartámosla. Y no dejo fuera a quienes nos hemos pasado media vida intentando analizar con objetividad el español hablado en Andalucía, pues la investigación y el estudio no eximen de la tarea de difundir el saber logrado a los cuatro vientos. No sé en qué proporción no hemos podido o no hemos sabido hacerlo, pero sí que los medios de comunicación no están libres de responsabilidad. No vale lamentarse de que del vacío de la divulgación se hayan apoderado eruditos entusiastas de nuestra singular "riqueza" idiomática, y de que ello haya conducido a que no desaparezcan (ni siquiera se atenúen) los tópicos y estereotipos que nos han acompañado durante siglos, y a que unas de las modalidades de uso más conocidas del español acaben convertidas a menudo en objeto de burla. La indignación de quienes se empeñan ciegamente en recuperar una dignidad perdida -arrebatada por otros, se dice- tiene como única base el victimismo. Alvar y sus colaboradores nos indicaron un camino para conseguirlo mejor, pero más incómodo, pues no se puede recorrer sólo con la imaginación, al margen de la realidad.

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