Con la venia
Fernando Santiago
El descanso
HACE unas semanas invité a mis alumnos y alumnas de Filosofía a que escribieran en la pizarra las actitudes y las cosas que más valoraban y las que más detestaban, y ya coincidían en valorar ese ejercicio de libertad de expresión.
Entre lo más valorado se encontraban la amistad, la familia, el amor, las madres, la confianza, el respeto, la felicidad, viajar, la democracia, las vacaciones, la pareja, la naturaleza, la semana santa, el carnaval, la playa (las barbacoas), el deporte, la música, el sexo, comer, dormir, la psp y algunos equipos de fútbol.
Como cosas que rechazaban aparecían la falsedad, la hipocresía, el racismo, el rencor, el machismo, la política, el fascismo, la prensa rosa y los programas del corazón, la obesidad, la religión, el golf, otros equipos de fútbol, y alguna cosa más pero que aglutinaba ya a menos alumnado.
En todo ese muestrario de cosas importantes que les gustaban o que rechazaban me llamó mucho la atención la ausencia de dos de los mayores logros y valores sociales que siempre han perseguido todos los colectivos y sistemas sociales: la salud y la educación para todos.
Estas dos grandes conquistas (aún no conseguidas en muchos comunidades y sistemas sociales) han sido un empeño y un logro que les debemos a nuestros antepasados, y especialmente a las últimas generaciones desde el Estado del Bienestar hasta acá. Es cierto que en los dos campos se han logrado grandes cotas de equidad y se han extendido a todos los sectores sociales especialmente en nuestro país (véanse los sistemas de salud, público y privado, y el excelente nivel de nuestros y nuestras profesionales de la salud, y asimismo la extensión de la gratuidad y la obligatoriedad de la educación para los menores y las posibilidades de formación de los adultos, así como el esfuerzo denodado de los docentes por adaptarse a unos cambios sociales muy acelerados).
Reconociendo lo extraordinario de estos avances en lo referente a la equidad, no podemos caer en la autocontemplación sino, justo al contrario, debemos procurar mantener un nivel de calidad en ambos terrenos. En la educación nos jugamos mucho en este campo a nivel individual y colectivo. A nivel personal sabemos, como argumentaba Kant, que "sólo a través de la educación puede el ser humano ser plenamente humano". Y a nivel colectivo el progreso de nuestra comunidad depende de un buen sistema educativo y del fomento no sólo de la igualdad sino también de la libertad y de la excelencia.
Frente a esa denominación pretenciosa de una "sociedad del conocimiento" hay que fomentar una "sociedad del aprendizaje permanente" y frente a la "sociedad de la información" procurar una "sociedad de la formación".
Los educadores conocemos la tradición en nuestra tarea; desde la Antigua Grecia llegada al latín, la palabra educar proviene de "educare" emparentada con "ducere" (guiar, conducir o acompañar) y "educere" (extraer, sacar al exterior). En ese acompañamiento y en ese socrático ayudar a dar a luz entendemos la importancia de la motivación y del ejemplo personal, pero, como decía Confucio, "no se puede educar ni enseñar a quien no se esfuerza en comprender".
En estos tiempos de cambios demográficos, tecnológicos y socioculturales tan llenos de incertidumbre necesitamos una mayor capacidad de adaptación y, por ello, se valora más el conocimiento basado en el aprendizaje y la educación.
Debemos recuperar el valor de la educación como agente principal de crecimiento personal, como animadora de unas competencias básicas que nos permitan la adaptación a este mundo desarrollado, y como factor de cohesión social y de convivencia humana y medioambiental.
Tal y como hacían mis alumnos en la pizarra, considero un derecho y un deber (siempre juntos) opinar sobre lo que no me gusta y lo que sí valoro del mundo de la educación. No me gustan la burocratización y la excesiva normatividad, que desorientan más que orientan, y que a menudo contrarían el sentido común. No me gusta cómo se niegan las evidentes deficiencias educativas ocultándolas con tupidos velos políticos. No me agrada que la educación, y algunas de sus áreas, se utilicen partidariamente como arma arrojadiza y que sólo se piense en el plano corto. Tampoco me gustan la poca autocrítica que nos hacemos los docentes en relación a nuestro escaso trabajo en equipo, la dejación de muchas familias en sus funciones educativas, y la atonía y apatía de buena parte de nuestro alumnado.
Y lo que sí valoro en el terreno educativo es la cada vez mayor implicación de nuevos agentes e instituciones sociales, la integración social que fomenta el compañerismo del alumnado entre sí y con el profesorado, las miradas de sorpresa y las ganas de aprender de una buena parte de los chicos y las chicas, el agradecimiento profundo a largo plazo del alumnado antiguo, el conocimiento tan humano de la auténtica realidad social y la adaptación y el esfuerzo tan grande de mis compañeras y compañeros convencidos de que el mejor legado de la humanidad es la propia educación en valores.
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