El salón de los espejos
Stella Benot
La Transición andaluza
La vida me da poquísimas oportunidades de reñir a mi hija adolescente. Tal vez esto ponga nerviosos a algunos de mis mejores lectores, pero que caigan en la cuenta –antes de caer en el pozo tenebroso de la envidia amarilla– de que no poder abroncar a una hija también produce un vacío en el padre responsable. En mi caso llueve sobre mojado. Mi abuela paterna presumía de que ninguno de sus hijos la había desobedecido jamás en nada. Se callaba un segundo reflexivo y añadía: “…aunque también es verdad que nunca les ordené nada”. La cosa tenía mucha gracia, pero mi madre no se la veía, y hubiese deseado, suspiraba, que su suegra le hubiese dejado a su marido un poco más domeñado.
No quiero que mi futuro yerno repita el suspiro político de mi madre, así que me lanzo de cabeza a las pocas ocasiones que mi hija me da para montar en cólera. (Secretamente las celebro.)
El año que viene irá a estudiar a Irlanda, isla heroicamente jacobita, y ya tiene a una familia asignada. El otro día el señor de la casa salió en la prensa irlandesa por un éxito profesional que ha tenido. Y mi hija comentó en el chat familiar: “Voy de un padre famoso a otro padre famoso. Mirad a mi padre irlandés en los periódicos también”.
La he llamado al orden. Padre no hay más que uno. Estoy dispuesto a cancelar el curso en Irlanda si la estancia implica la menor duda sobre mi paternidad o un consorcio de partes alícuotas. He entendido bien a aquel padre jerezano que fue con su familia a esperar a su hijo que volvía de una estancia muy larga en un internado inglés. El niño, al ver la comitiva de bienvenida, preguntó con exagerado acento británico: “¿Cuál es mi padre?”. El aludido eludido dio un paso al frente y le arreó un sopapo: “Para que no te olvides nunca más de quién es tu padre…”
No he llegado al cachete, pero le he explicado a mi hija que la paternidad es algo muy serio, aunque en los últimos tiempos se malbarate o se desprecie o se ningunee. De hecho, la defensa del padre es el tema urgente de varios libros esenciales, como los recientes de María Calvo o Manuel Mañero o Gabriel Albiac.
“Sí, papá”, ha dicho. No ha contratacado, pero, como yo ya tenía preparada la respuesta, se la he contado: si llamamos “padre” al sacerdote y Papa al Sumo Pontífice, sobre todo, Padre al Padre nuestro es que tiramos por elevación. Entonces sí, pero rebajar mi título más noble, eso nunca. “Sí, papá”. Me ha dado un beso.
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