Manual de disidencia
Ignacio Martínez
El Rey predica en el desierto
Es una señora elegante, o sea, gentil y natural en el vestir y el hablar, y lo es tanto como para permitirse la licencia de estar dentro del establecimiento tocada por un sombrero cuyas formas están entre el canotier y el ala ancha. Solemos intercambiar el saludo cuando yo entro a refrescarme con una rubia alta y fresca o bien a espabilarme con un espresso de café del bueno (rara avis en este país: tanto el espresso bien hecho como el grano de calidad). Ella me dice por mi nombre -"hola, Tacho, ¿qué tal?"-; yo, a estas alturas de nuestra leve relación, siento apuro por preguntarle el suyo, y quizá por ello me extiendo en la respuesta: "Buenas tardes, me alegro de verte, qué fresquito se está aquí, ¿no?". Algunas veces me cambia el apelativo: "Buenas tardes, mi niño", y aunque yo podría ser su hijo o, mejor, su hermano 15 años más pequeño, se trata de otra cosa: ella nació y pasó parte de su infancia en Canarias, adonde su padre fue destinado, y "mi niño" es en las Islas una expresión afectuosa para dirigirse a alguien. No sólo es hija de militar, pues, sino que su marido también lo era, y encima su físico y sus maneras lo atestiguaban, a pesar de que no pocos militares de su generación lucían tripa sin recato y brazos de oficinista; una diferencia copernicana con el fenotipo de las cohortes de oficiales de hoy.
Debió de quedar viuda, porque a él no lo veo desde hace unos dos años; ya ven que nuestra relación es del todo superficial. Prefiero atribuir mis deducciones a la curiosidad y al vicio de la observación y el entendimiento de las cosas con las que uno se topa, incluso las más triviales, o sobre todo éstas. Mi cotilleo es de otra índole, que aquí no es del caso. La señora pasa largos ratos de desayuno y de sobremesa en una mesa de esa cafetería: durante el verano en la ciudad calmada y achicharrada -las chicharras se oyen de continuo en estos días-, deduzco que ella baja a leer tantos periódicos de la casa y a hacer tantos dameros y crucigramas, con su sombrero y sus gafas de cerca de pasta negra y gruesa. Así no pasa tanto tiempo sola en su casa, me digo, y así no tiene que encender el aire acondicionado, aunque a veces se trasiega varios combinados de tónica con rodaja de limón: vaya un ahorro espartano por un gasto epicúreo. Con su sombrero de amish o de Dylan tardío, expele su glamour cada vez que coge el vaso y sorbe. Que una cosa es la relativa pobreza energética y otra, bien distinta y mucho mejor, la pasión por libar las maravillosas cosas pequeñas de la vida. Que, bien mirado, lo son todo.
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