Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El mosquito destajista

Tomás es biólogo, pero, como también es un humanista casi enciclopédico, ha hecho de su capa académica un sayo urbanita y ejerce un articulismo de biotopo municipal, y no sólo de sus árboles y jardines, sino sobre todo del ordenamiento de las calles, plazas y barrios y del patrimonio de la ciudad en general. Él me reconvino cuando en este recuadro se apoyaba un mandato de exterminio de la ruidosa, ultracompetidora y no menos depredadora cotorra de Kramer, cuyo carreteo es al canto del mirlo como una banda de pandilleros verdes a una orquesta de cámara. Tomás no me convenció cuando decía –en pura ortodoxia ecológica– que todas las especies son o fueron alguna vez invasoras. Lo trago, pero también cabe oponerse a las invasiones agresivas y para peor: eso también es humanista, o al menos humano; no nos gusta que nos invadan.

Ahora, por puro empirismo en forma de torterones por picaduras un día sí y otro también, venimos observando que el mosquito, tan estival y tan nuestro, se está desestacionalizando, como el turismo. Como Mallorca luchando por el turista de invierno, el mosquito pica a cualquier hora. Y no sólo el temible tigre, que es un invasor de lo más maligno, sino el común, el plasta de siempre, cuyos mordiscos en los dedos pueden ser una tortura de andar por casa y una pesadilla insomne cualquier noche de verano. El mosquito felón –es su naturaleza, ya, Tomás, lo sé– pica durante la mañana y la tarde, lo digo por experiencia. Labora a destajo a lo largo de todo el día. Ha mutado en estajanovista, esto es, alguien que trabaja según su criterio en un horario sin límites y programado según su propio arbitrio. Y echa descaro, el miserable insecto, y hace sus faenas a plena luz.

Peor que el mosquito, mucho peor, es que –anoche mismo– te dé la noche y la madrugada de beodas y cafres maneras una pandilla de niñatos que pagan por jornada en una casa de vecindad en la que un comunero –un honrado inversor...– mete sucesivas hornadas de mosquitos en bermudas entre tus tabiques, ojo de patio y escalera, con la complicidad de AirBnb o Booking (al menos estas plataformas tienen controles; las agencias en la sombra son conatos de mafia). ¿Cómo puede ser tan impune que haya turistas –una minoría, pero acanallada– hechos comandos de “venimos a liarla y si te vi no me acuerdo”, en casas donde viven familias e individuos que pagan su hipoteca, su alquiler estable y su comunidad? ¿Tiene sentido que no haya normas más claras y castigos inmediatos en este trajín desquiciado, o es que a este negocio se le presupone alguna bula y hasta patente corsaria por designación de S.M. El Turismo?

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