Hay palabras que tienen la misteriosa virtud de definirnos a todos, igualando con atrevida precisión lo que la fortuna finge diverso y devolviéndonos la imagen nítida de lo que somos. Así, en los sótanos del mundo, abandonados a un destino inexplicable, agonizan millones de seres sin futuro: niños que en el tiempo de los sueños han de ganarse el pan con el prematuro sudor de una frente aún tierna, huérfanos a los que las pandemias -pero sobre todo el olvido- enseñan cada día el amargo sabor de la soledad, víctimas de guerras sin sentido al servicio de la estúpida soberbia de líderes mesiánicos, ahítos de la pócima letal de un patrioterismo ciego y ruin, moribundos que apenas sirven para disimular de vez en cuando la mala conciencia de un telediario, pueblos que nada poseen salvo el manso dolor de su pobreza dócil. El azar, la geografía y la desdicha los hizo miserables, sin duda en el sentido inocente y digno del término.

No crean que las cosas cambian demasiado en el piso de arriba. En las tierras de la opulencia, esas que llaman del primer mundo, muchos se enorgullecen de sus logros, considerándose primogénitos de la historia. Es la sociedad de la belleza, del saber, del bienestar. Club de pocos, que se entretienen encumbrando la memez y enriqueciéndola, pariendo ocurrencias absurdas que desordenan cualquier equilibrio, manoseando los secretos de la vida para revenderlos -eso sí- a su justo precio y complaciéndose en los maravillosos avances de "su" humanidad. A casi nadie importa los que se quedaron fuera del banquete, daños colaterales y económicamente razonables de un sistema que se dice desarrollado, progresista e inclusivo. ¿Cómo calificar a estos que se afanan en amurallar su suerte y hacen de la amnesia regla educada de cortesía? De nuevo no encuentro mejor adjetivo que el de miserables, aunque ahora en esa otra penosa acepción que acusa y desenmascara.

No resulta fácil que un sentimiento como la vergüenza surja en el ciudadano de primera clase. Tampoco la culpa, que es la base de la vergüenza. Sin embargo, como afirmó lúcidamente Friedrich Hebbel, donde el hombre empieza a avergonzarse, allí comienza exactamente su más noble yo. Y a uno, que todavía escucha el grito de extramuros, cree sinceramente en la igualdad y no alcanzó la destreza de ignorar unos ojos vacíos, le sigue pareciendo que quizá sólo aquélla, sincera, común y comprometida, sea la última y menos ilusoria esperanza.

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