H AY muchas cosas malas en el mundo, pero la peor es la guerra. Simplemente, porque comporta todas las demás. Cuando una guerra termina -si es que alguna vez termina-, dejando su trágica estela de muerte, de destrucción y de sufrimiento, las sociedades conmocionadas se convencen a sí mismas de que nunca más, jamás, volverá a haber otra, de que será imposible que el ser humano vuelva a desplegar el horror contra sí mismo, de que la experiencia habrá calado en nuestras entrañas y nos habrá hecho mejores. No es cierto. Al poco tiempo, la capacidad de reincidencia de la humanidad en su propia destrucción vuelve a aflorar. Los fabricantes de armamento siguen fabricándolo y se embolsan pingües dividendos; la tecnología sigue operando al servicio de la sofisticación del combate; los intereses económicos se entrecruzan. La guerra no preocupa demasiado cuando ocurre lejos de nuestra casa, cuando los que mueren no son de nuestra familia ni tienen la piel de nuestro mismo color ni visten como nosotros, o cuando los contendientes se matan entre ellos sin amenazar nuestro confort. Ya hubo una guerra en la Europa balcánica en los noventa y nadie se rasgó las vestiduras: estaba debidamente encapsulada y desde nuestro cómodo sofá seguimos la retransmisión del genocidio sin que nos llegaran las salpicaduras. Ahora es distinto. Empezamos a inquietarnos porque el zumbido de la aviación y el estallido de las bombas podrían acercarse a nuestros hogares y, sobre todo, porque sabemos que, a un tiro de piedra, un sociópata trastornado está al mando.

La guerra de Ucrania nos rompe el corazón al mismo tiempo que nos asusta. Desde el lado oscuro, Putin nos da lecciones que deberíamos intentar aprender. El loco ruso nos demuestra lo peligroso que es consentir que un descerebrado llegue al poder y que otros descerebrados lo justifiquen y apoyen. También nos enseña el peligro congénito que entrañan las ideas dictatoriales y totalitarias y cómo se las ayuda a prosperar cuando se dinamitan desde dentro los cimientos de la democracia y se cuestionan sus instituciones y sus valores. Putin pone en evidencia el daño que hacen al mundo las ansias de grandeza, el militarismo, la nostalgia anacrónica de los viejos imperios y la defensa de ideas nacionalistas que se compadecen muy poco con un mundo que ya deberíamos entender como global y solidario. A Putin le obsesiona el territorio y mueve las fichas de su tablero guiado por sus especulaciones geopolíticas. Inventa amenazas (lamentablemente no es el primero) para justificar la agresión y construir a su alrededor un cinturón de afines que proteja sus intereses (lamentablemente tampoco en esto es el primero). Putin, en fin, nos enseña que la única resistencia posible consiste en más y mejor Europa y en la defensa a pie juntillas de los valores de la libertad, la tolerancia, la solidaridad y la democracia.

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