El salón de los espejos
Stella Benot
La Transición andaluza
Se puede no admirar a Nicolás Gómez Dávila (Bogotá 1913-1994) si uno no lo ha leído o si a uno no le interesan ni los grandes libros ni el alma humana ni el sentido del humor. Sus aforismos, que él llamó “escolios”, son un prodigio de perspicacia y límpida prosa. Se puede decir que no te gusta por prejuicios ideológicos, como Gabriel García Márquez que profirió que si él no fuese comunista pensaría en todo exactamente igual que Gómez Dávila. También por pura envidia, vicio que el colombiano fustigó siempre, quizá en legítima defensa: “La envidia es la lucidez del vil”.
Pero la perfección no existe y Gómez Dávila no se consideró, ay, parte de la cultura hispánica. Prefería la francesa o la inglesa, idiomas que predominaban en su portentosa biblioteca. Ignoró (en uno o en los dos sentidos) propuestas filosóficas españolas como la Escuela de Salamanca. En alguien tan admirable se condensa la tragedia de lo que se ha llamado “Latinoamérica”, esto es, la de forzar una impostada herencia parisina o centroeuropea con tal de desdeñar la consanguínea y auténtica española.
Gómez Dávila, señor de sí mismo, tenía derecho a hacerlo así. A menudo, además, son nuestras peculiaridades y manías las que forjan esa voz personal, que admiramos. Su aforística bebe de los moralistas franceses y se beneficia de una asepsia cosmopolita.
Para los amantes de Hispanoamérica, además, la obra de Gómez Dávila es un implícito canto de vida y esperanza. ¿Por qué? A pesar de que él trató de desembarazarse de la huella española, ésta deviene inmensa en los ámbitos que más le importan. Su férrea fe católica, por supuesto, pues, aunque la fe es católica, su forma de vivirla hasta el tuétano, como un campesino medieval, es, sin duda, menendezpelayasca. Su hispánica conciencia aristocrática, que le hizo incapaz de venderse o de halagar a la modernidad o de perseguir el éxito o de quejarse de nada. Y, por último, lo primero: su uso indiscutible del idioma español, acendrado y templado como una espada –precisamente– toledana.
La moraleja es maravillosa: incluso cuando los más dotados y perspicaces de nuestros hermanos de ultramar quieren rechazar su legado hispánico, no pueden. En lo más profundo late lo más alto: la fe, el honor, la lengua. Si eso es así sin querer, imaginen lo que será cuando queramos.
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