Una, grande y libre

Los políticos y los creadores de opinión han renunciado a mantener una sola conversación pública

Como profesor, prácticamente cualquier debate es bienvenido a clase, siempre que se sostenga entre todos. Cuando se divide por grupúsculos con células aisladas de desinterés, reanudo de inmediato la lección. El poeta José Luis Tejada se levantaba en cuanto la tertulia poética se fragmentaba en un guirigay de charlitas autónomas, y sentenciaba: "Yo vine a una tertulia poética, a ¡una!".

La opinión pública española está para ponerse en pie… y largarse. No es una. Es una algarabía de conversaciones inconexas. Los miembros y simpatizantes de cada partido político apenas hablan consigo mismos, en el mejor de los casos. En el peor, en contra de ellos mismos. Y siempre contra el resto. Esto tiene una lógica matemática. En nuestra democracia, los partidos no se dirigen al 100% de la población. Saben que triunfan si ganan un 10% o 15% de los votantes limítrofes a su ideología y fracasan si pierden un tanto por ciento similar. Sus escaramuzas son con los limítrofes, como esas personas que en la mesa de una cena acaparan y cuchichean con los que tienen al lado.

El ruido de fondo crece y los mensajes cada vez resultan más autorreferenciales y estancos, rozando lo friki. Y no sólo en los partidos más ideológicos, porque también hay un fanatismo del moderado y una monomanía de la tolerancia que se muerde la cola (más que la lengua). Si hiciésemos un esfuerzo por mantener una sola gran conversación, se disiparían por ensalmo tantas frikadas, incluso en las campañas gubernamentales, que sólo se explican porque tienen el target de los suyos y ni uno más.

Para abarcar, los debates no han de ser más vaporosos, sino más grandes: aspirar al bien común, que, por su propia naturaleza, interesa a todos. No hace falta renunciar a defender nuestras ideas (usted, las suyas; yo, las mías) como creen los profesionales del centrismo, sino exponerlas con razones universales. Es más difícil que repetir eslóganes, pero más fértil.

Por último, la conversación debe ser libre. La censura de lo políticamente correcto tiene otro efecto perverso, además del que conocemos. Castra el debate público, por supuesto; pero también encierra las ideas más irrenunciables en sus pequeños círculos de seguridad, afines ideológicamente. De manera que un efecto indirecto de lo políticamente correcto es que fortalece los nichos de radicalismo. La conversación pública, al menos, permítanme deseárnosla una, grande y libre.

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