La visita de la ministra de Defensa a Rota para agradecer la implicación de la Armada en la lucha contra el coronavirus pareció más un trámite que un reconocimiento. Y no por culpa de Margarita Robles, que al menos cumplió con tan noble objetivo. El desapego hacia el ejército es tan generalizado y viene de tan lejos, que el acto pasó desapercibido para la sociedad. La actual ministra es magistrada y aún se desconoce qué última razón le llevó a aceptar una cartera tan guerrera. Y la misma pregunta cabría para casi todos los que le han precedido. Las apariciones más sonadas de Robles, en teoría la primera comercial de nuestra Defensa, levantaron una gran polémica al vetar la venta de armas a Arabia para terminar aceptando, con la cabeza gacha, que le facturemos incluso cinco corbetas, dando la impresión de no saber distinguir entre un batallón y un regimiento. Hace casi tres siglos que vendemos barcos de guerra y ahora resulta que queremos competir en el mercado con un discurso pacifista.

Lo que muchos ignoran es que cada vez es más frecuente que los países que nos encargan los buques también exigen nuestro conocimiento, nuestra tecnología y nuestra capacidad. En definitiva, que vendamos nuestra alma al diablo para poder fabricar sus buques en su casa en adelante. Y salvo que nuestro Gobierno haga una firme apuesta por mantener los astilleros a la vanguardia, pronto los antimilitaristas tendrán mucho menos de qué preocuparse, aunque aún se desconoce de qué podríamos vivir por aquí en Cádiz, sin ir más lejos. Como Robles, tampoco su antecesora, María Dolores de Cospedal, se atrevió nunca a plantear, por derecho, a los distingos grupos del Congreso y al personal que para garantizar nuestra supervivencia (no sólo económica) había que aumentar la inversión en Defensa.

Conste que no es fácil la tarea, aunque para distinguir a los militares que se mojaron en la pandemia no hacía falta organizar la que se formó cuando Obama vino a saludar a sus tropas en Rota. Lo triste es que si el homenaje hubiese sido no ya a a los sanitarios, sino a los los camioneros, pizzeros o instaladores de fibra, dicho sea con todo respeto, no habría faltado un alcalde de la Bahía dándose golpes en el pecho. Un poco de interés habría bastado. Pero definitivamente, ese espíritu militar del que presumen tantas naciones permanece arrinconado en nuestro país. Seguramente será por la significación que tuvo el ejército con el régimen de Franco. Al contrario de los países que sí participaron en las grandes guerras del siglo XX y que se sienten orgullosos de sus militares, aquí los uniformes aún inspiran muy malos recuerdos. Además, ya nadie teme una amenaza exterior que no se cumple desde las invasiones napoleónicas. Poco nos importan las reivindicaciones de Marruecos sobre Ceuta y Melilla y su órgado con Canarias. Y menos aún conflictos como el de Libia y Mali. La única contienda que tenemos fresca en la memoria es la que enfrentó a las dos Españas. Tan fresca, que nuestros complejos siguen presentes. "España está en deuda con vosotros", dijo la ministra. Si así lo sintiera la sociedad, los soldados tendrían más medios para sus misiones y a Gila no se le habrían ocurrido tantos chistes.

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