Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Observo desde hace días que mi entorno lo gobierna una banda de niños cuyo cometido es perturbar la paz del veraneante y explorar los límites de lo prohibido. He de reconocer que no he tenido que esforzarme para ser indulgente con estos pequeños seres, pues también integré, en esos años de juego, una molesta banda de mequetrefes. El territorio de acción de nuestra organización era el barrio, entendido este en sus límites parroquiales. De hecho, la parroquia era escenario habitual de nuestras fechorías. De entre estas hay una que recuerdo con especial cariño. El párroco, Don Justino, era, digamos, un hombre ajeno a la entrada de la guitarra en la Iglesia. Cabal, vehemente e iracundo, gran tipo, imponía una disciplina clásica para las cosas de El Señor que invitaba al desafío. La forma que se nos ocurrió para ello fue la siguiente. Cada uno de nosotros compramos una escandalosa dentadura de Drácula que había que portar a la hora de comulgar. Se trataba de ir en fila, cabeza gacha y, en el turno de recibir la Sagrada Forma, dar la cara y el susto a Don Justino. Para aquello se necesitaba coraje, y, como siempre, hay alguien que lo tiene y abre la expedición. Este fue nuestro Jaime, el pequeño de la banda. Un rubio pecoso, con aire de actor del primer Ford Coppola, que interpretó a la perfección su papel de vampiro, provocando un susto de muerte a Don Justino, quien, descolocado, no acertó a darle la hostia, en el sentido puramente boxístico del término.

Aquella hazaña convirtió a Jaime en un joven jefe y hasta hoy hubiera regido el clan si no hubiera sido reclamado tan pronto. Su funeral lo ofició el propio Don Justino. Puedo recordar, treinta años después, el orden en el que aquel día estábamos sentados juntos cada uno de los integrantes de la banda y qué mano agarré. También recuerdo una cierta sensación de revelación. Situados prematuramente ante nuestro primer escenario adulto, comprendimos que todo aquello que nos unía como banda, el juego, la rebelión, el compromiso de no delatar…, era la envoltura, o tal vez la raíz, de ese misterio al que llamamos amistad y que tiene algo de amor, de fidelidad, de atracción, de simpatía. Éramos amigos, y quién sabe si esa religión sin Dios necesita su primer hábitat en el largo verano escolar, en ese caluroso aburrimiento que invita a la componenda, a joder con la pelota, como hacen estos chiquillos que ahora tengo enfrente y a quienes estoy por comprar una dentadura de Drácula para tramar con ellos, y por nuestro Jaime, un plan que no nos falle.

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