MUCHAS veces me asalta la sensación de ser un náufrago feliz en una isla a salvo de todos los males. Tampoco es una situación ideal, no crean, pues el aislado podría ser víctima del engaño de mirarse siempre en el mismo autoespejo de la soledad. Me pasa eso en estos días en los que tantos profetas de tantos dioses distintos alertan contra el apocalipsis que, según proclaman, se cierne no sobre el maltratado y pobre mundo en general, sino contra este país que se llama a sí mismo España desde hace muy poco, en términos históricos.

Y entonces, en mi probable ceguera de habitante único, no soy capaz de divisar, ni siquiera en un futuro mediano, la destrucción de España como Estado único. Ni hay una mayoría que lo reclame ni la minoría que lo desea tiene fuerza para hacerlo, por más que griten como posesos por el mismo demonio nacionalista que, de otra manera, posee a otros en el bando contrario, los que aún sueñan que somos una unidad de destino en lo universal.

Tal vez nublada mi conciencia por tanta soledad y a pesar de tanto oportunista, tampoco vislumbro el imposible renacimiento de una de las maldiciones que ha azotado de verdad este país recientemente: el terrorismo de ETA. Es verdad que repugna a cualquier sentido físico o moral la presencia de ciertos defensores impenitentes de los asesinos en el área pública, pero estos no volverán porque Bildu vote los Presupuestos del Estado, o sea, los mismos cuyas líneas generales apoyaría Ciudadanos… si no estuvieran los abertzales.

Tampoco me atormenta la improbable desaparición del español en lugares como Cataluña, el País Vasco o Galicia. La fuerza de nuestra lengua es tan grande y la de las autóctonas de esas regiones tan limitada a su marco que es imposible e inconveniente para todos su eliminación. Por más leyes y rencores absurdos que proclamen, los catalanes saben desde pequeños que necesitan el castellano, como saben los griegos y los holandeses que deben expresarse en inglés si quieren entenderse con alguien que no sea su vecino.

Y por último, tal vez por la misma dolorosa singularidad mía de no tener hijos, observo que la libertad de educación en este país está en peligro, pero no precisamente en el sentido que gritan legítimamente los opositores a la ley Celáa, sino por el preocupante declive de una cada vez más necesaria y descuidada enseñanza pública, víctima siempre de las batallas políticas (y sobre todo económicas) que no cesan en su torno desde que tenemos memoria democrática.

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