Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

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SIEMPRE abusamos un poco al hablar en plural. Si decimos, por ejemplo, que los gaditanos tienen un gran sentido del humor, seguramente estamos prestando una generosa cobertura a los que son (somos) manifiestamente sosos e incluso antipáticos. Lo mismo ocurre con las generalizaciones estadísticas: ¿me creerán si les digo que el otro día, al leer que, según un reciente estudio, la estatura de los españoles se iguala ya a la media europea, olvidé mi condición de hombre bajito y me sentí elevado (nunca mejor dicho) a la categoría de los que no tienen que hacerse arreglar el largo de los pantalones? Por una vez, acogerse a la denominación genérica de "español" no implicaba figurar entre los europeos peor pagados o menos dados a la lectura, por no nombrar sino dos estadísticas recientes en las que no hemos salido muy bien librados. Iba yo por la calle como si, de verdad, me hubiera encaramado a ese punto ideal desde el que el europeo medio ve la realidad. Casi sentí un poco de vértigo. La calle parecía más larga. Las cornisas de los balcones estaban amenazadoramente próximas; y, cuando cruzaba una puerta, agachaba la cabeza por temor a empotrarla en el dintel.

Así pasé la mañana. Para cerciorarme, compré varios periódicos: todos confirmaban la noticia, aunque los más derrotistas (o, quizá, los más interesados en negar los logros del actual gobierno) señalaban que no sólo habíamos crecido, sino también engordado. Y si lo primero nos igualaba a nuestros vecinos europeos, lo otro nos acercaba más a los denostados yanquis. Bajé la cabeza y me encogí un poco, a la vez que contraía la barriga. Estaba claro que a los españoles no se nos daba bien eso de crecer sin más; y que nuestros cuerpos, descendientes de innumerables generaciones de enclenques y desnutridos, no se limitaban a crecer ordenadamente cuando comían lo necesario, sino que más bien tendían a desparramarseý Asumí la desilusión cabalmente, como corresponde al espíritu senequista del español de siempre, moreno, escurrido y bajito. Y, casi sin darme cuenta, volví a recuperar la noción normal de las cosas. Mis ojos no alcanzaban ya a otear lejanías, mi cabeza pasaba con holgura bajo las puertas.

Y me ha quedado una sospecha. Tal vez todo aquello que, según las estadísticas, nos iguala a nuestros vecinos tiene una contrapartida secreta. Somos ya tan demócratas, por ejemplo, como los franceses, pero tendemos a manifestarlo con los modales propios de una república bananera; tan desinhibidos como los suecos, pero con un punto de desenfreno caribeño que en estas latitudes nos hace parecer más bien vulgares... Y a mí lo que me gustaría es verme reflejado alguna vez en alguna estadística sin vueltas. Que certificara, por ejemplo, que somos la nación más civilizada y culta del continente. Aunque sigamos gastando cuatro tallas menos.

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